Friday, 29 de March de 2024 ISSN 1519-7670 - Ano 24 - nº 1281

Milagros Pérez Oliva

‘Les decía en mi artículo del pasado domingo que es imposible hacer un buen periodismo de investigación sin recurrir en ocasiones a fuentes anónimas, pero su uso está aumentando de forma preocupante y con frecuencia las encontramos en casos en que no están justificadas. El aumento de las fuentes anónimas es consecuencia de dos fenómenos concurrentes: una cultura política que tiende a la opacidad porque pretende utilizar la información como arma partidista, y una creciente dejación por parte de los periodistas de su deber de transparencia. Las fuentes se atreven cada vez con mayor frecuencia a exigir el anonimato y los periodistas somos cada vez más tolerantes con sus exigencias.

En la revisión que he hecho para este artículo he encontrado un gran número de noticias y crónicas en las que se citan como fuente a ‘analistas’, ‘inversores’ o ‘empresarios’ anónimos que deberían poder ser identificados. También he encontrado casos en los que el anonimato ampara meras opiniones, cuando no insidias. Y muchos otros en los que la fuente pide el anonimato porque teme represalias o no quiere cargar con las consecuencias de lo que dice.

Podría citarles muchos ejemplos, pero me limitaré al último que ha provocado una queja. Me escriben el médico Javier Ruiz Moreno, la enfermera María Antonia Insensé y la administrativa Juana López Iturbe en nombre de los profesionales del hospital Sagrado Corazón de Barcelona para quejarse por una información titulada ‘Salud, insatisfecho con las prestaciones de Aliança, rechaza contratarle nuevos servicios’. El titular se basa en el siguiente párrafo: ‘Fuentes de la Administración señalan que Salud, insatisfecha con la calidad de la asistencia de la mutua, se ha negado a ampliar los servicios contratados’. Los remitentes aseguran que los profesionales sanitarios garantizan la calidad de la asistencia y señalan la incongruencia de que el Departamento de Salud la considere deficiente cuando el hospital dispone del ‘certificado de acreditación que otorga el propio departamento’, que ha publicado además encuestas de satisfacción en las que la calidad está por encima de la media.

La autora, Ariadna Trillas, admite la incongruencia pero se ratifica en lo publicado: ‘La información se basa en las afirmaciones de tres fuentes distintas. La fiabilidad de al menos dos de ellas es absoluta. Las tres pusieron como condición el anonimato. Accedí, no sin gran frustración, porque me pareció que la información, por el calado que tenía, merecía tener difusión pública’.’A menudo’, prosigue Trillas, ‘se nos plantea la disyuntiva de publicar o no una noticia en que la fuente no da la cara. Entiendo que si la información es relevante, hemos de hacerlo, pero recabando hechos objetivos que puedan corroborarla’. Todos los periodistas han afrontado este dilema. La cuestión es: ¿dónde situamos la línea roja?

El director adjunto Vicente Jiménez, responde: ‘EL PAÍS no necesita escribir ‘llueve, según el Instituto Nacional de Meteorología’ para demostrar que se toma muy en serio las fuentes. Pero, entre pasarse o quedarse corto, mejor lo primero. Pese al chiste, conviene no tomarse en broma este asunto. El ideal de cualquier periodista es una información exclusiva, relevante e interesante, basada en fuentes identificadas. Pero entre lo deseable y lo posible siempre hay tensiones. De ahí que nuestro Libro de estilo dedique cuatro artículos al uso de las fuentes anónimas. En ellos se establece que el periodista tiene la ‘obligación’ de no revelar sus fuentes cuando estas le exigen confidencialidad, que hay que especificar el porqué de tal exigencia y que conviene ofrecer algún dato que ayude al lector a perfilar dicha fuente’.

‘Como norma’, prosigue, ‘las fuentes anónimas no deben ser utilizadas para expresar meras opiniones, ya que el valor de una opinión está en quién la emite. El anonimato entraña riesgos, y uno de ellos es el abuso, que hay que evitar. No siempre lo conseguimos. Pero sin fuentes anónimas muchas informaciones de interés público no verían la luz. El periodista debe ser capaz de caminar con equilibrio entre el riesgo de dañar la credibilidad con el abuso, y el peligro de escamotear o empobrecer historias de interés si no las utiliza’.

De acuerdo con estos criterios, creo que traspasamos la línea roja con demasiada frecuencia. Publicamos opiniones anónimas. A veces recurrimos a las fuentes innominadas para eludir el férreo control que ejercen los directores de comunicación de empresas y organismos, pero en ocasiones lo hacemos para enmascarar que la única fuente que tenemos es precisamente el gabinete de comunicación. Y en no pocos casos, las usamos porque nos plegamos al interés meramente partidista de la fuente.

La campaña de las primarias del PSOE de Madrid ha motivado quejas de lectores por datos o afirmaciones que se atribuían a fuentes no identificadas o genéricas como ‘el entorno’ del candidato. Si eran miembros del equipo, ¿por qué no daban la cara? Se lo pregunto al periodista que ha cubierto estas primarias, Jesús Sérvulo González: ‘En un duelo fratricida entre dos compañeros de partido’, responde, ‘ningún cargo público quería aparecer como el traidor que airea los trapos sucios. Había además un mandato de Ferraz para evitar daños que pudieran ser utilizados por el PP. Los testimonios eran necesarios y muchos exigían anonimato, pero solo hemos publicado lo que hemos podido corroborar’.

El periodista puede y debe filtrar los sesgos partidistas. Pero aceptar estas limitaciones contribuye a la opacidad informativa. Prevenir el abuso de las fuentes anónimas debería ser un objetivo de este diario. ‘Existen mecanismos para ello’, señala Vicente Jiménez. ‘Uno muy sencillo es no confundir una fuente con un simple portavoz o jefe de prensa. El periodista debe evitar ser rehén de sus propias fuentes cuando estas pretenden propagar falsedades, informaciones tendenciosas o medias verdades; debe conocer qué intereses mueven a la fuente y por qué exige el anonimato; y debe garantizar que la fuente ocupa un lugar central en el asunto que se aborda. En informaciones extremadamente delicadas o de gran impacto, el director tiene derecho a saber quién está tras una fuente anónima antes de publicar la noticia’.

Tomo nota de lo que dice el director y estaré atenta a su cumplimiento, porque nos jugamos el prestigio. Pero más allá de esta vigilancia, creo necesario establecer algún tipo de protocolo específico de supervisión. El lector ha de poder confiar en que cuando el diario le dice que no puede darle la fuente, es por una muy buena razón. Además, el uso de fuentes anónimas da al periodista un margen de discrecionalidad que puede ser mal utilizado. El lector Armando Segovia nos lo advierte con una referencia provocadora: la del ‘fantasma de Jayson Blair, el periodista de The New York Times que durante años escribía historias-ficción desde lugares a los que no viajaba y entrevistas a personajes que no existían’.

Otro lector, el médico Rafael Goya Moscoso, nos advierte de que el uso de fuentes anónimas sirve en ocasiones para que el periodista pueda camuflar sus propias opiniones. Cuando una crónica se ampara en fuentes tan genéricas como ‘algunos analistas’ o ‘algunos expertos’, los lectores tienen derecho a sospechar. Si son realmente analistas, sus opiniones serán públicas. ¿Qué problema hay en citarlos? Y si son expertos, serán solventes. ¿Por qué no identificarlos? A raíz del caso de Jayson Blair, The New York Times aplicó en 2004 una serie de medidas que permitieron reducir a la mitad el uso de las fuentes anónimas. Creo que EL PAÍS debe dar un paso más en los mecanismos de control: el periodista debería justificar cada fuente anónima al menos ante un superior y no se deben utilizar para amparar opiniones o valoraciones, informaciones triviales o ataques personales o partidistas de ningún tipo, como ocurre ahora con frecuencia.’