En medio de una campaña electoral tan mortecina como previsible, el candidato del PRI a la presidencia de la República —arriba en las encuestas por más de 20 puntos— asiste a un encuentro con estudiantes de la Universidad Iberoamericana, propiedad de los jesuitas, cuyos alumnos suelen ser caricaturizados por pertenecer a las clases más altas del país. Frente a un auditorio que imagina dócil, Enrique Peña Nieto recita las mismas vagas promesas de siempre y, con una mezcla de soberbia e imprudencia, presume la mano dura que ejerció como gobernador del Estado de México en el caso Atenco.Las muestras de repudio se multiplican. Incapaz de leer las reacciones de su público, Peña se apresura a salir del auditorio, donde se topa con cientos de estudiantes que lo increpan. Visiblemente nervioso, el candidato se escabulle hacia los baños hasta que su escolta lo rescata en medio de la rechifla.
Hasta aquí, el incidente podría haber resultado anecdótico, de no ser porque los medios de comunicación afines al PRI —radios y periódicos, y sobre todo Televisa y TV Azteca— se esfuerzan por silenciar o minimizar el descalabro, llegando a presentarlo como una proeza de Peña frente a la intolerancia de los jóvenes, a quienes tachan de agitadores profesionales al servicio de Andrés Manuel López Obrador, el candidato de la izquierda. Al día siguiente, los jóvenes de la Ibero graban pequeños vídeos de sí mismos, mostrando sus credenciales universitarias, y los hacen circular en las redes sociales. Nace así, de forma intempestiva, el grupo #YoSoy132, al que se incorporan cientos de alumnos de otras escuelas privadas y públicas.
El PRI siempre reconoció que para mantener su influencia necesitaba el control sobre los medios
Como todo movimiento espontáneo en nuestros días —lejos ya de las imposiciones ideológicas—, #YoSoy132 no cuenta con una agenda clara y se define, más bien, a partir de su común rechazo a las prácticas de desinformación que han caracterizado la vida pública mexicana desde hace décadas. Aunque parten de un impulso semejante —el rechazo al statu quo—, los jóvenes de la primavera mexicana no luchan contra un modelo económico que juzgan perverso, como Occupy Wall Street o el 15-M, ni contra una dictadura feroz, como en Egipto o Túnez, sino contra las últimas y más resistentes sombras de autoritarismo que continúan enquistadas en la defectuosa democracia mexicana.
Nacido así, de manera espontánea y caótica, resultaba inevitable que el movimiento fuese víctima de reiterados intentos de descalificación por parte del PRI, las televisoras y sus aliados, así como de esfuerzos de manipulación por parte de la izquierda. No obstante, más allá de las escisiones, delaciones y arrepentimientos de algunos de sus integrantes, su espíritu original transformó radicalmente la narrativa de la campaña. En un hecho inédito, #YoSoy132 convocó a un tercer debate al que acudieron tres de los cuatro candidatos: Peña Nieto se negó a asistir. Y otra vez: a pesar de la improvisación y las fallas técnicas, consiguieron que los aspirantes discutiesen las dudas de analistas, académicos y otros sectores de la sociedad sin escudarse en la rigidez de los formatos oficiales. La silla vacía de Peña Nieto, colocada entre López Obrador y Josefina Vázquez Mota, se ha convertido en la metáfora clave de esta elección: la izquierda y la derecha exhibiendo más coincidencias que diferencias y el PRI, confiado en su victoria, desdeñando este singular ejercicio democrático.
Las razones de este comportamiento no se le escapan a nadie. Durante décadas, el PRI procuró no aplicar la represión directa —si bien cuando llegó a sentirse amenazado, como en 1968, no dudó en emplear la fuerza—, y en vez de ello tejió una vasta red de coacción o cooptación para asegurarse la fidelidad de grandes sectores del país, desde los sindicatos hasta los empresarios, pasando por los intelectuales. Un corporativismo que no ha acabado de extinguirse, como demuestra el poder —y la impunidad— de figuras como Elba Esther Gordillo, la “líder vitalicia” de los maestros, hasta hace poco aliada del presidente Felipe Calderón y hoy, de forma apenas velada, de Peña Nieto.
El PRI siempre reconoció que para mantener su influencia necesitaba ejercer un estricto control sobre los medios y en especial sobre la televisión. De allí que durante años sólo permitiese la existencia de una cadena privada, Televisa, con la cual articuló una sólida alianza. Emilio Azcárraga Milmo, su arrogante propietario, nunca dudó en presentarse como fiel soldado del PRI. Y, cuando Carlos Salinas de Gortari por fin se decidió a vender la somnolienta televisión estatal, se cuidó de hacerlo a otro empresario afín, Ricardo Salinas Pliego, el cual recibió un jugoso préstamo del propio hermano del presidente para articular la compra de TV Azteca.
El PAN impulsó una nueva ley para impedir contratar publicidad electoral
Aunque el triunfo del PAN en el 2000 se hizo en contra la voluntad de las televisoras, Vicente Fox no tardó en aquilatar las ventajas de pactar con ellas con un objetivo descarado: impedir la llegada al poder de López Obrador. En buena medida, el triunfo de Calderón, por un porcentaje ínfimo de votos, se debió a la grotesca campaña televisiva que durante semanas presentó al candidato de la izquierda como un “peligro para México” o un remedo de Hugo Chávez. Éste no se cansó de denunciar esta guerra sucia pero, en medio de su deriva radical contra las instituciones, su ataque fue visto sólo como otra muestra de despecho.
Consciente del inmenso poder adquirido por las televisoras, el propio PAN impulsó una nueva ley para impedir que los particulares y los partidos pudiesen contratar publicidad electoral, privándolas así de ganancias millonarias. El antiguo aliado de Calderón se transformó en enemigo. Desde ese momento, las televisoras no dudaron en apoyar al gobernador priista del Estado de México: Peña acaparó las pantallas y, en una calculada estrategia, incluso se casó con una estrella de culebrones.
Si la mayor parte del país sólo se entera de la conducta de sus gobernantes a través de la televisión, y ésta apoya a un solo candidato, la justa se degrada a niveles insospechados. El resultado del acuerdo fue el previsto: más allá de los errores de Calderón y López Obrador —la guerra contra el narco, en el primer caso; el mesianismo, en el segundo—, la enorme popularidad de Peña, y su liderazgo en las encuestas, mucho le debe a la abrumadora promoción que recibió en estos años.
Mientras los jóvenes de #YoSoy132 señalaban la distorsión informativa en torno a Peña Nieto, The Guardian tuvo acceso a documentos que parecían demostrar el contubernio entre el PRI y las televisoras. Según el diario británico, decenas de archivos en su poder indicaban que Peña había comprado espacios en los noticieros de Televisa por cantidades exorbitantes. Por supuesto, el PRI y la televisora rechazaron su autoría, pero, The Guardian señaló que, si bien no podía demostrar sin lugar a dudas la autenticidad de las pruebas, había confirmado la veracidad de su contenido recurriendo a otras fuentes y testigos.
Gracias a los jóvenes de #YoSoy132 y a las revelaciones de The Guardian, la elección mexicana dio un giro. Aunque numerosos comentaristas acusan a los jóvenes de no poseer una agenda precisa y continúan negando los vínculos entre el poder mediático y las élites políticas y económicas del país, la primavera mexicana consiguió exhibir los enormes fallos de una democracia donde la opinión pública es continuamente manipulada al servicio de unos cuantos y donde los intereses particulares prevalecen sobre el interés general.
Es probable que, como ha ocurrido con otros movimientos juveniles en los últimos años —en Egipto y España, por poner dos ejemplos— su actuación no logre alterar el resultados de las elecciones, pero su aparición ha bastado para demostrar que, en una verdadera democracia, los ciudadanos no sólo tienen el derecho a elegir libremente a sus gobernantes, sino a disponer de la información necesaria sobre los intereses que defienden.
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[Jorge Volpi é escritor; twitter: @jvolpi]