Saturday, 30 de November de 2024 ISSN 1519-7670 - Ano 24 - nº 1316

Milagros Pérez Oliva

‘Suelo empezar mis clases de periodismo con una advertencia a mis alumnos: ‘Nunca os saltéis un semáforo en ámbar. Aunque os parezca que no vulneráis la ley y que no hay peligro, si sois capaces de interiorizar esta regla, podréis estar seguros de que cuando andéis despistados o haya mucha niebla frenaréis en seco ante un semáforo en rojo. Cruzar el semáforo en ámbar significa, por ejemplo, añadir al reportaje algún toque inocente de ficción, pequeñas alteraciones que dan color al relato o hacen que cuadre mejor. Es decir, una ‘interpretación imaginativa’ de la realidad. Así probablemente empezó el periodista Jayson Blair y acabó inventando hechos y personajes en decenas de reportajes llenos de momentos emotivos y testimonios impactantes. Triunfó como promesa emergente del periodismo hasta que se descubrió que gran parte de lo que había escrito era inventado, para oprobio suyo y del diario que lo publicó, The New York Times, cuyo director tuvo que pedir perdón en portada por haber faltado al principio fundamental del periodismo, la verdad.

No, en periodismo no cabe la ficción, si quiere seguir siendo periodismo. La literatura puede utilizar la realidad para construir un relato y utilizar la ficción para embellecer lo que quiera. Pero el periodismo no puede alterar o modificar la realidad con ficción, porque entonces se convierte en narrativa. Ningún periodista le discutirá a un escritor que incluya realidad en sus ficciones. Pero ningún periodista puede aceptar que incluir ficción en sus escritos sea periodismo. Y mucho menos si esa ficción es una mentira.

Coincidiendo con que el domingo pasado decidí no hacer uso del espacio que la Defensora del Lector tiene reservado, en ese mismo lugar se publicó un artículo de Javier Cercas titulado Rico, al paredón. El escritor salía en defensa de su profesor, el académico Francisco Rico, frente a los lectores que le habían recriminado haber afirmado en un artículo contra la ley del tabaco que él nunca había fumado, cuando en realidad es un fumador empedernido. Traté este asunto en La impostura de un fumador y sostuve que ‘lo que se plantea en este caso es hasta qué punto es lícito recurrir a una mentira para defender una verdad’. Cercas discrepó de esta frase y a mí no me queda más remedio que discrepar de su discrepancia, porque creo que introduce un notable grado de confusión sobre qué es periodismo y qué no.

Sostiene Cercas que no todo lo que se cuenta en un periódico ha de responder ‘a la verdad de los hechos’. Y no solo ‘son admisibles ciertas licencias’ en las columnas o los artículos de opinión, sino en las partes destinadas a narrar lo factual, las informativas.Cercas afirma: ‘Si aceptamos que la historia es, como dice Raymond Carr, un ensayo de comprensión imaginativa del pasado, quizá debamos aceptar también que el periodismo es un ensayo de comprensión imaginativa del presente. La palabra clave es ‘imaginativa’. La ciencia no es una mera acumulación de datos, sino una interpretación de los datos; del mismo modo el periodismo no es una mera acumulación de hechos sino una interpretación de los hechos. Y toda interpretación exige imaginación’. ¿Cuánta imaginación considera Cercas que es admisible en una información?

Para interpretar la realidad se necesita imaginación. Pero a la hora de escribir, el periodista debe atenerse, antes que nada, a los hechos. Y su descripción debe ser lo más fiel posible a la realidad. Se dirá, con razón, que toda interpretación está tamizada por la propia subjetividad y las limitaciones del lenguaje, pero precisamente por eso, los textos periodísticos deben estar amparados en hechos y datos. Nuestro Libro de estilo es muy taxativo en este punto. La interpretación periodística no puede ser imaginativa, sino factual.

La confusión entre realidad y ficción ha producido graves daños al periodismo. Por eso, quienes están comprometidos con un periodismo de calidad consideran el respeto a la verdad uno de los principios esenciales. Remito a Cercas y a los lectores interesados en esta reflexión a obras como Los elementos del periodismo, de Bill Kovach y Tom Rosentiel, o los documentos elaborados por la comisión creada por The New York Times a raíz del caso Jayson Blair, comenzando por el Informe Siegal.

Como mi responsabilidad es defender a los lectores, he de defender su derecho a unas reglas claras. Y esas reglas incluyen que no cabe la ficción en periodismo, y mucho menos la mentira. Por supuesto no caben en el género informativo, pero tampoco en los artículos de opinión que podríamos denominar analíticos o de tesis, es decir, aquellos que, como el de Francisco Rico, se publican en la sección de Opinión o en las diferentes secciones bajo el epígrafe de ‘análisis’.

Cercas considera que la apostilla de Rico no es propiamente una mentira sino una broma. Aunque esa fuera la intención del autor, ¿cómo podían interpretar que era una broma quienes no supieran que era fumador? Lo lógico era pensar que quienes no le conocieran interpretarían que hacía esa apostilla para reforzar sus argumentos. Ignorar esta posibilidad supone dar por hecho que la totalidad de los cientos de miles de lectores que tiene EL PAÍS saben no solo quién es Francisco Rico, sino también que es un fumador empedernido. ¿O acaso ese artículo iba a ser leído solo por amigos y conocidos?

El propio Javier Cercas habrá podido comprobar esta semana lo amarga que puede ser una mentira y el daño que puede llegar a hacer aunque se vista de ironía, se publique en una columna en la que caben ‘ciertas licencias’ y su propósito sea el de defender o demostrar una supuesta verdad. Me refiero a una mentira publicada en otro diario sobre Cercas. Porque la mentira siempre hace daño. Y cuanto más grande y más atrevida, más dañina es. De modo que, de nuevo, y esta vez en defensa de Javier Cercas, insistiré una vez más en que no, no es lícito recurrir a una mentira para defender una verdad. Así lo estiman también lectores como Enrique García Lobo, Pedro Ródenas o Paco Rubio, cuyas reflexiones pueden ustedes encontrar en la página de la Defensora en ELPAÍS.com.

Seamos razonables: que la literatura invente lo que quiera, pero en periodismo, conviene no confundir realidad y ficción, mentira y verdad. Y si alguien pretende hacer una broma utilizando una mentira, debe asegurarse de que nadie pueda interpretarla como una verdad. Debe aclararlo en el mismo lugar. Como el propio Cercas hace en su artículo con la caricatura del director. Porque si no aceptamos unas reglas, ¿dónde está el límite? ¿Lo fija cada uno en la pequeña república de su artículo? ¿Hemos de fiarlo a la honestidad de cada autor?

La mentira no tiene cabida en periodismo. Y la ficción narrativa solo en las columnas literarias. Nunca en la información. El lector no se llamará a engaño si encuentra interpretaciones imaginativas en las columnas de Manuel Rivas, Maruja Torres, Rosa Montero, Almudena Grandes, Elvira Lindo o Manuel Vicent. Nadie les toma por periodistas cuando escriben en esas secciones, ni se espera de ellos que sean notarios de la realidad, aunque sí se espera que sean honestos y se atengan a la verdad, entendiendo que su verdad, esta vez sí, puede ser fruto de esa ‘interpretación imaginativa’ de la realidad que defiende Javier Cercas.

En esas columnas, podemos seguir con placer a Juan José Millás en su delirante recorrido por el interior del cuerpo, pero cuando Millás ejerce como periodista y firma un reportaje en El País Semanal sobre José Luis Rodríguez Zapatero o Pasqual Maragall, el lector ha de poder confiar en que las conversaciones y las situaciones que explica son verdad. Que el estremecedor relato de su viaje con Carlos Santos hacia una eutanasia clandestina es absolutamente verídico.’