En Venezuela, los medios de comunicación e información, si es que no la sociedad entera, comenzaron a transformarse en un campo de batalla en diciembre de 1999. Hasta donde recuerdan los memoriosos, hubo muchos antecedentes de la guerra mediática, pero dos momentos marcaron la escalada. El primero fue la renuncia, el 20 de diciembre, de Teodoro Petkoff a la dirección del diario El Mundo por intensas presiones del gobierno al grupo editorial Cadena Capriles, ante las demoledoras críticas que Petkoff planteaba en sus editoriales. La segunda fue el ataque frontal del presidente Hugo Chávez contra la reportera Vanessa Davies, del diario El Nacional, por denunciar torturas y ejecuciones extrajudiciales por parte de miembros de la policía política durante las inundaciones del estado Vargas. El presidente dijo que el informe elaborado por Provea, una ONG de derechos humanos con base en las denuncias de Davies era ‘sospechoso y superficial’. Poco más tarde, en su programa Aló Presidente, con su verbo ácido, pendenciero e incluso belicoso, el Jefe del Estado descalificó al periodista Roberto Giusti llamándolo ‘pupilo de Carlos Andrés Pérez’, en otras palabras traidor, por una entrevista en la que un político de izquierda había dicho que con Chávez Venezuela iba a un precipicio. Era el año 2000: la guerra mediática había llegado.
Fue el comienzo de una larga e intensa época de ataques y contra ataques entre el gobierno y los medios de comunicación privados, cuyo final, hasta donde es posible prever, está todavía muy lejos. Con el periodismo atrapado entre la implacable propaganda y contrapropaganda oficialista – recordemos las infinitas cadenas presidenciales de radio y televisión – y el insufrible sensacionalismo de los medios privados, nunca había sonado tan adecuado aquel inexorable lugar común según el cual la verdad es la primera víctima de toda guerra… y al credibilidad la segunda.
Los medios, privados y públicos, ya no eran guías de la sociedad e instrumentos de la transparencia sino árbitros de la política, árbitros que con demasiada frecuencia condescendían a la antipolítica. Así descarrilaron su misión esencial: brindar información, opinión, entretenimiento, análisis. Su nuevo objetivo: autodestruirse defendiendo al presidente o tratando de sacarlo de Miraflores, sin importar los costos en materia periodística. A partir de entonces y por mucho tiempo, el horizonte del periodismo no podrá lucir más oscuro.
Es poco original repetir que la polarización ha secuestrado a la sociedad venezolana. Pero ciertamente el país vive inmerso en una alta temperatura política y social. En lugares como la capital, la crispación ha sido tan intensa que con frecuencia, o más bien por lo general, pertenecer a una determinada orientación política es objeto de polémica y discordia. Ese clima ha sido un caldo de cultivo perfecto para la proliferación de agresiones contra los periodistas.
Señalar esto no esto no equivale a decir que anteriormente a Chávez las relaciones entre el gobierno y los medios transcurrían en una paz sin sobresaltos. Pero visto desde una prudente distancia, se puede afirmar que teníamos las trifulcas más o menos típicas de una democracia imperfecta. Le guerra mediática, en cambio, ha implicado saltarse todas las formas y normas que deben regir la calidad y difusión de la información, entendida como derecho individual y social.
Como tantas guerras, esta también se ha desarrollado por etapas que en este momento se yuxtaponen. A modo muy general estas etapas son:
1.
La pugnacidad verbal del presidente caracterizada por una gramática del desprecio y la segregación que todavía subsiste. De ahí se pasó a la descalificación mutua. Pero no pasó mucho tiempo antes que el verbo se volviera acción.2.
La violencia física, que se definió por las agresiones contra los periodistas y las oficinas de los medios.3.
La guerra mediática propiamente en la cual el gobierno se transformó en un Estado mediático consolidando una fuerte red comunicacional de radios, sitios de Internet y televisoras de alcance nacional e internacional. Paralalemente, los medios privados perdieron contacto con la realidad, condicionados por la obsesión de desalojar a Chávez de Miraflores.4.
Del escarnio moral y la intimidación jurídica del gobierno contra los periodistas y los medios en la que nos encontramos ahora y sobre la cual me concentraré esta tarde. [Esta clasificación está basada en un diseño de etapas similar, aunque más amplio, establecido por el sociólogo Tulio Hernández. Ver ‘¿Quién garantiza el derecho a la información de los ciudadanos’, Crisis política y medios de comunicación. Caracas: Fondo Editorial de Humanidades y Educación de la Universidad Central de Venezuela / Instituto de Investigaciones de la Comunicación, 2002.]Periodismo in extremis
De acuerdo con el informe anual 2005 Venezuela. La situación del derecho a la libertad de expresión e información, el año pasado se registraron 121 casos con 164 de violaciones al derecho de libertad de expresión. De ese total, se comprobaron 144 violaciones a este derecho. En términos absolutos, este total representa un descenso de 52,79% con respecto al año 2004, pero, en realidad, proporcionalmente significa un aumento de 7,83% en el número de afectados. Cabe aclarar que término ‘violaciones al derecho de libertad de expresión’ abarca las categorías de Intimidación, Hostigamiento judicial, Hostigamiento verbal, Agresión, Amenaza, Censura, Restricción Administrativa, Ataque y Restricción Legal. [Ver Venezuela. Situación del derecho a la libertad de expresión e información. Informe 2005. Carlos Correa y Andrés Cañizález, coordinadores. Caracas: Konrad Adenauer Stiftung / Espacio Público / Instituto Prensa y Sociedad, 2006.]
Las cifras y categorías sirven de poco para iluminar el significado de la experiencia periodística en Venezuela, sobre todo de cara a los límites que encuentra la práctica diaria del oficio.
¿Qué significa hacer periodismo en Venezuela hoy? Básicamente, ser una víctima potencial de esas distintas formas de violencia. El 11 de abril de 2002, durante una protesta contra el gobierno que se degeneró en golpe de Estado, el fotógrafo Jorge Tortosa, del periódico 2001, fue asesinado de un tiro en la cabeza. Hasta ahora no hay culpables. Hace justamente un mes y seis días, el 4 de abril de 2006, el también fotógrafo Jorge Aguirre, de El Mundo, recibió un tiro mortal en el pecho, mientras se dirigía a tomar fotos en una protesta. En este caso, su asesino, el ex policía Boris Blanco, confesó que le había disparado porque a raíz de una acalorada discusión con el conductor del carro del periódico, lo había chocado. Antes de disparar, el asesino le dijo al conductor que se detuviera porque él era ‘la autoridad’. Desde luego, estos ejemplos de violencia in extremis, sirven para mostrar hasta qué punto los periodistas no solo se encuentran en medio de una línea de fuego, sino que se han convertido en el blanco deliberado de la agresión política.
No obstante, hay otras muestras recientes que contribuyen a dar una visión más compleja del ejercicio periodístico en Venezuela. Mencionaré solo dos casos entre 144.
El 15 y 16 de septiembre de 2005, el periodista Walter Martínez, en su programa Dossier, transmitido por Venezolana de Televisión, principal canal del Estado, hizo públicas severas críticas a sectores del alto gobierno que estarían implicados en casos de corrupción y alertó al presidente de grupos que podrían jugar a un ‘chavismo sin Chávez’. Pues bien, el 19 y 20 de ese mismo mes, Dossier no salió al aire. El Primer Mandatario a través del ministro de Comunicación e Información, le exigió a Martínez que formalizara sus denuncias ante la Fiscalía o se retractara. En caso contrario, le sería suspendido el programa. Ante la negativa del periodista a desdecirse de sus denuncias, Dossier fue definitivamente suspendido, no sin que Chávez, en Aló Presidente, disparara un ultimátum con su lengua visceral: ‘¡Que se vaya, ese señor¡’
Va otro ejemplo: el 19 de septiembre de 2005, durante un acto protocolar en el Panteón Nacional, que está justo al lado de la Torre de la Prensa, miembros de la guardia de honor del presidente, entraron al edificio y exigieron poner preso al fotógrafo César Palacios, de la Cadena Capriles, quien desde una ventana había captado cuando los guardias del presidente agredían a un grupo de simpatizantes que habían traspasado el cerco de seguridad. Por haber hecho su trabajo, Palacios se había convertido en el chico malo de la película y debía ser castigado. Los guardias llegaron a la sección de fotografía, en el piso 5, y le pidieron a Esso Alvarez, jefe de los fotógrafos, la tarjeta de memoria de la cámara. Persuadido de que complacer a los guardias era la mejor opción, Alvarez borró las fotos. Luego diría que las había borrado porque tenía un back-up en la computadora. Curiosamente, la agresión no fue reflejada en la edición del día siguiente de Últimas Noticias. A pesar de su prestigiosa trayectoria como luchador de la democracia y la prensa libre, Eleazar Díaz Rangel, director de ese periódico y hombre afín a Chávez, prefirió restarle importancia al hecho. Todavía hoy su argumento despierta asombro. No publicó el suceso pues, según finalmente dijo, ‘no era noticioso’.
Pero quizás el ejemplo más paradigmático es la prohibición, por un tribunal a solicitud del Fiscal General de la República, Isaías Rodríguez, a los medios de publicar o difundir ningún tipo de información sobre el señor Giovanni Vásquez, llamado el testigo estrella en el caso de Danilo Anderson, un fiscal del Ministerio Público, asesinado en un carro bomba. La medida fue adoptada luego de que investigaciones arrojarán que el ‘testigo estrella’ es supuestamente un personaje cuestionable que ha sido declarado clínicamente mitómano y quien, para colmo, estaba preso en una cárcel de Santa Marta, en Colombia, para el momento en que dijo haber participado en las reuniones en que se planeó el atentado contra Anderson. Irónicamente, nte lo que es una flagrante violación de la libertad de expresión, el Fiscal General ofreció respuestas de tipo legal y dijo que la información amenazaba el secreto del expediente.
En el contexto de estas anécdotas, hay que preguntarse si el hecho de que en 2005 se hayan comprobado 164 violaciones al derecho de libertad de expresión frente a las 305 de 2004, representa un progreso o es, más bien, un retroceso. Sí, las cifras reflejan una baja de 52,79% de un año a otro. Sí, el Referendo Revocatorio de agosto 2004, apaciguó la hostilidad, lo que tal vez llevó a la disminución de agresiones callejeras contra los periodistas. Sí, quizás la distensión entre los sectores pro-gobierno y opositores implique a largo plazo – ojalá que si – un debilitamiento de la guerra mediática. Pero, en líneas generales, no hay razones para ser optimistas. Si durante la época dura de las protestas callejeras, los reporteros tenían que ir a la calle con cascos, chalecos antibalas y máscaras antigases, ahora no podrán publicar una nota sin un asesor legal a su lado.
Es difícil, sin embargo, esperar que este hecho específico mitigue la violenta confrontación que existe entre el gobierno de Hugo Chávez y los medios de comunicación privados. El antagonismo entre ambos es no solo respecto al ejercicio de la gestión pública, ni tampoco está exclusivamente determinado por los intereses económicos que defienden los medios privados o por la punga entre diferentes visiones de los cambios que Venezuela necesita. Es todo eso y algo más. A mi juicio, la diferencia de fondo está relacionada, por una parte, con la incompatibilidad entre una prensa libre, al menos como nosotros la conocemos, y un gobierno autocrático – que exige lealtad y obediencia, en otras palabras, silencio –, y, por la otra, con la debilidad intrínseca – es decir, la falta de cohesión – del gremio de los periodistas con respecto a los principios éticos que caracterizan el oficio.
Una libertad de expresión con consecuencias
En realidad, a diferencia de los años previos de la guerra mediática, en 2005 hubo cambios dramáticos y esenciales que afectan la libertad de expresión. Esto cambios están expresados en la reforma del Código Penal y la aprobación de la Ley de Responsabilidad Social en Radio y Televisión, llamada por los afectos al gobierno Ley Resorte (por sus siglas) y bautizada como ‘ley mordaza’, por los opositores. De acuerdo con Andrés Cañizález, coordinador del Instituto Prensa y Sociedad, el nuevo marco jurídico es restrictivo a la libertad de expresión, pues amplía los delitos y aumenta el número de personas protegidas. [Los especialistas en Libertad de Expresión Carlos Correa y Yubi Cisneros señalan que 23 artículos del Código Penal vigente afectan la práctica de la Libertad de Expresión: ‘Las restricciones de la Libertad de Expresión y la reforma del Código Penal’ . Carlos Correa y Andrés Cañizález, coordinadores. Venezuela. Situación del derecho a la libertad de expresión. Informe 2004. Caracas: Konrad Adenauer / Espacio Público / IPYS, 2006.]
La reforma del código incorpora leyes que penalizan todo lo que pueda ser interpretado como una expresión ofensiva contra el honor y la reputación de funcionarios públicos. Establece incluso algo que parece chistoso: que un entrevistador de radio o televisión puede ser sujeto a acciones legales por cualquier locura que se le ocurra decir a su entrevistado. [Los artículos 28, 29 y 34 de la Ley Resorte hacen responsables a los medios de comunicación por las opiniones, informaciones, propagandas y publicidad que ellos difundan y transmitan. los medios deben revisar y controlar – lo cuál supone la censura directa – las opiniones y comentarios de terceros. Este articulado vuelve irrisorio el principio de responsabilidad individual del emisor transfiriéndola al medio. En consecuencia, esta legislación limita de modo directo la Libertad de Expresión.]
¿Qué significa esto? Hasta donde se puede ver, los periodistas ya no pueden señalar a funcionarios públicos por manejos corruptos, pues estarían incurriendo en el delito de difamación, ni tampoco pueden permitir, en radio y televisión, que una fuente haga las denuncias a título personal. Esta lógica perversa de penalización refuerza la discrecionalidad del poder y, seguramente, aumenta la impunidad. El jurista Carlos Ayala Corao, ex presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, resume de forma diáfana el poder persuasivo de este ‘marco jurídico’: ‘Ya no podemos decir que no tenemos periodistas presos’.
En efecto, actualmente hay 25 casos penales contra periodistas y medios en el sistema judicial venezolano, la mayoría de ellos iniciados por funcionarios públicos o políticos ligados al oficialismo. En lo que va del año 2006, tres periodistas han sido castigados con prisión, arresto domiciliario o algún tipo de limitación a su libertad personal. Entre los distintos motivos jurídicos resaltan la difamación y los delitos de opinión (uno de ellos ha sido acusado por estafa). El pasado 11 de abril, un tribunal del estado Aragua condenó a Mireya Zurita, directora del periódico El Siglo a 18 meses de cárcel por delito de difamación.
Quizás en otro contexto, sería posible asimilar sin mayores traumas esta elevada cifra de casos judiciales contra medios y comunicadores. Pero hay que pensar en las consecuencias de mediano y largo plazo para el ejercicio periodístico. No olvidemos además que, de hecho, el ‘marco jurídico’ es un factor más de una estrategia general que va de lo concreto a lo simbólico. La proliferación de leyes e instrumentos para regular y penalizar la libertad de expresión son signos de autoritarismo que buscan infundir miedo para intimidar a quienes critican o cuestionan al gobierno. En distintas ocasiones el presidente o el ministro de comunicaciones (14-6-2006 es la de fecha más reciente) ha amenazado con no renovarle a las televisoras privadas la concesión de uso de uso del espacio radioeléctrico en tanto no modifiquen ‘cualitativamente’ su comportamiento frente al gobierno.
[La actual situación es una prueba ejemplar de la fase de escarnio moral e intimidación jurídica en que se encuentra la guerra mediática. La sola mención del presidente de una inminente revisión de las concesiones de servicio para el uso del espacio radioeléctrico por parte de las radios y televisoras privadas, ha desatado una intensa campaña de descrédito contra los canales Radio Caracas Televisión y Globovisión y sus propietarios. En programas de las radios de la cadena YVKE Mundial y las televisoras Vive y Venezolana de Televisión, ambas del Estado, se les acusa de conspirar con el gobierno y a favor de Estados Unidos. La campaña es parte de la retaliación del gobierno por el rol desempeñado por ambos canales durante el golpe contra Chávez en abril de 2002. Se trata de una estrategia de doble filo. Aunque la suspensión de las concesiones no es sencilla, amenazar a los canales los empuja a ‘moderar’ sus líneas editoriales hacia el gobierno. A largo plazo, esto puede finalmente conducir no la suspensión de los canales sino a la venta de parte de las acciones de las empresas que los operan, lo cual le permitiría a empresarios favorables al gobierno obtener control sobre la línea editorial y los contenidos de estos medios. Esta estrategia ya ha sido empleada con periódicos como The Daily Journal y canales de televisión como Puma TV.]
El presidente declaró que le importaba ‘un pepino lo que digan los oligarcas del mundo’. Y añadió que por ‘una supuesta libertad de expresión’ no pensaba permitir que los medios hicieran lo que quisieran.
Esta realidad descomunal, dibuja un escenario preocupante y obliga a preguntarse, ¿en qué punto nos encontramos? Andrés Cañizález, piensa que tenemos una libertad de expresión con consecuencias. Carlos Ayala Corao añade que si consideramos las leyes y las prácticas del Estado hacia los periodistas, y esto es claro en los tres casos mencionados, hay que concluir que en Venezuela hay una política de Estado en contra de la libertad de expresión.
Esto se refiere no solo a los periodistas sino a la sociedad en general. Ya sabemos que la libertad de expresión es un derecho fundamental y que, por lo mismo, tiene una dimensión individual y social. De acuerdo con la Corte Interamericana de Derechos Humanos: ‘La libertad de expresión es un medio para el intercambio de ideas e informaciones y para la comunicación masiva. Así como comprende el derecho de cada uno a tratar de comunicar a los otros sus propios puntos de vista implica también el derecho de todos a conocer opiniones y noticias. Para el ciudadano común tiene tanta importancia el conocimiento de la información ajena o de la información de que disponen otros como el derecho a difundir la propia’. [En este sentido, conviene tener en cuenta el comentario sobre la información como un derecho humano y el reconocimiento a la dimensión social de la libertad de expresión de Carlos Correa en ‘Acceso a información pública: garantías y exigibilidad social’. Venezuela. Situación del derecho a la libertad de expresión e información. Informe 2005. Caracas: Konrad Adenauer Stiftung / Espacio Público / Instituto Prensa y Sociedad, 2005.]
Es evidente que cuando un gobierno sanciona un conjunto de leyes restrictivas de este derecho y toma acciones directas contra los periodistas tiene un propósito claro. En tanto las limitaciones a la libertad de expresión sean instrumentadas mediante artilugios legales, evolucionarán como un sistema de valores que se afirma y legitima a sí mismo. Uno, el ciudadano, no obtiene una guía ética sobre un derecho humano que es la esencia de la democracia, sino una explicación técnica: ‘La libertad de expresión no es un valor absoluto según la Convención de San José’, como señaló el fiscal general. Peor aun cuando no hay excusas legales como en el caso de la utilización de monstruosos mecanismos de control y castigo que coartan los derechos civiles y ciudadanos. Me refiero a las cuestionadas listas de Tascón y Maisanta, registros electorales de la identidad de los votantes que le han permitido al gobierno espiar quien está a su favor o en su contra para llevar a cabo una feroz purga. Estas listas son un siniestro instrumento de control social a través del miedo, y han sido usadas hasta el cansancio por el gobierno y sus operadores en la guerra sucia contra la sociedad.
[¿Cómo funcionan las listas de Tascón y Maisanta? Al aparecer en una de estas listas firmando en contra del gobierno, el ciudadano queda automáticamente execrado como enemigo. ¿Para qué sirven las listas de Tascón y Maisanta? Pues muy simple. Para botar de sus trabajos a empleados de la administración pública, negarles trámites de identidad a los ciudadanos o impedirles obtener empleos y realizar contratos con el gobierno. En otras palabras, para limpiar del sistema a todo aquel que pueda tener una opinión o posición política diferente de Chávez y su proyecto. Los afectados se cuentan por miles.]
Estas listas que, en palabras literales del presidente debían ser enterradas, pero que siguen siendo tan usadas como el primer día, son, en resumidas cuentas, el fin de facto del pluralismo democrático venezolano.
Sin embargo, lo que no es tan evidente, y ha sido poco discutido en momentos tan agitados como los que vivimos en Venezuela, es si existe la libertad de expresión dentro de los medios de comunicación. En el mejor de los casos, es obvio que los medios privados, en primer lugar la televisión y luego los grandes periódicos, son también responsables de la guerra mediática, al explotar la polarización, satanizando al presidente y a los sectores más pobres de la sociedad para propiciar el miedo y la histeria antipolítica. Algunos acontecimientos, desde la insubordinación contra las cadenas presidenciales y la suspensión de la señal televisiva – conocida como el black-out –, el 11 y 13 de abril de 2002 respectivamente, durante los días del golpe contra Chávez, hasta la censura y la rutinaria disociación entre titulares y el contenido de las noticias, avivan la idea de que los dueños de los medios usan la libertad de expresión a conveniencia, como un preservativo que se puede usar y luego tirar.
Me disculpan la comparación escatológica, pero en este punto específicamente hay ejemplos que no pueden ser llamados sino kafkianos. El más gráfico es el de Gustavo Cisneros, el hombre más rico de Venezuela, dueño de Venevisión Canal 4, y de quien algunos de ustedes habrán oído hablar porque él mismo se autodesignó ‘El empresario global’. Pues bien, antes del Referendo Revocatorio de 2004, Cisneros se presentaba como el paladín más feroz de la libertad de expresión, pero, tras fumar la pipa de la paz en una reunión a puerta cerradas con Chávez y Jimmy Carter, canceló todos sus programas de opinión, que eran los más fuertes, y decidió llenar su programación con dibujos animados, astrólogos y telenovelas made in Miami.
Periodistas entre poderes
A mediados del año pasado el Instituto Prensa y Sociedad realizó un estudio cuantitativo de medios impresos y audiovisuales privados de ocho ciudades del país, incluyendo la capital. El objetivo de la encuesta era que 169 reporteros evaluaran distintos factores que inciden en su desempeño profesional.
No es una sorpresa que 52,7% de los encuestados tenga una edad entre 25 y 34 años, ni que 88% tenga un salario inferior a 700 dólares (de hecho muchos no alcanzan el salario mínimo de 200 dólares). Hoy, en los medios públicos y privados, no es para nada raro que los contratos individuales sean la norma y que la contratación colectiva la excepción. Pero la mitad de los reporteros encuestados no cree que los bajos salarios afecten su ejercicio profesional. No creen que las terribles condiciones del empleo son un factor implícito en su performance y, por tanto, un elemento central de la calidad periodística. Al analizar esta encuesta el veterano periodista Hugo Prieto, hizo la siguiente observación: ‘entre uno y otro arreglo (también en el periodismo) ha florecido el capitalismo salvaje’.
No sorprende tampoco que ‘la politización de los medios’ sea el principal factor que afecta el ejercicio actual del periodismo. Cuando se les preguntó a los reporteros si habían recibido alguna instrucción expresa que limitara de manera previa o posterior la cobertura o difusión de alguna información o fuente, 48,5% dijo que sí, mientras 51,5% respondió que no. Lo que resulta verdaderamente asombroso es que entre las razones que propician la censura primero se encuentran los ‘asuntos que puedan afectar los intereses de los anunciantes’ y muy detrás ‘los asuntos de las autoridades gubernamentales’.
Estos abrumadores indicios de censura interna y autocensura vuelven irrelevantes y poco inteligentes la censura directa del gobierno. El problema con este cuadro parece radicar justamente en que los profesionales del periodismo pasan por alto que los factores que afectan y limitan la práctica periodística son tanto externos como intrínsecos. Dicho de otro modo: tienen solo una visión a medio formarse de lo que significa los factores en juego en la guerra mediática. Saben que hay restricciones jurídicas y que el gobierno no los ve con buenos ojos. Saben que los medios tienen líneas políticas e intereses económicos que atentan contra la imparcialidad de la información. Pero no tienen plena conciencia de que deben defender esa imparcialidad dentro del medio para que no sea objeto de manipulación por esos intereses.
De acuerdo con esa lógica la ‘libertad de prensa’ que tanto defienden los empresarios de medios es algo ajeno y distinto de la libertad de expresión como derecho de todos los ciudadanos. La consecuencia de esta lógica es catastrófica. ¿Para que amordazar a los medios privados si ellos mismos lo hacen sin necesidad de represión?
En cierta manera los periodistas caminan hoy sobre el filo de dos poderes, el gobierno y las empresas mediáticas, ambos con agendas e ideologías inconciliables. Y aquí entramos en un mundo de círculos concéntricos. Hay que preguntarse, por ejemplo, por qué si se debate de manera intensa y con seriedad sobre las consecuencias de la reforma del código penal o la Ley Resorte, se discuten con tan poca frecuencia asuntos como el sesgo informativo que impide entender mejor la tumultuosa y cambiante realidad venezolana.
Hay una sociedad movilizada en Venezuela, pero el periodismo lo ha comprendido tarde y mal. ¿Por qué ha sucedido así? Algunos periodistas tomaron partido profesionalmente por uno de los dos polos antagónicos, otros fueron más allá y se convirtieron en predicadores vestidos de periodistas y analistas. Estos dos bandos, afortunadamente, no son los mayoritarios. Solo son los más vociferantes, estúpidos, histéricos y agresivos. Un tercer grupo trató de encontrarle sentido a la sinrazón, luchando, a veces candorosamente, por mantenerse imparcial, pero fue marginado, porque tampoco reflexionó sobre lo que sucedía fuera de nuestra particular psicopatología: el trastorno bipolar. La guerra mediática obedece la lógica de la polarización, es un modelo binario que excluye la pluralidad y la multiplicidad.
Vuelvo a preguntarme, ¿en qué punto de la guerra mediática nos encontramos? Hasta hace muy poco la transformación de la sociedad venezolana solo era contada a partir de las narrativas de los grupos radicales afectos al gobierno o la de en los sectores de clase media y alta de Caracas coléricamente anti-chavistas. Hasta ahora la guerra mediática, con su destrucción de la calidad informativa, ha sido el reflejo de esa omnipotente polarización. ¿Pero es la polarización solo un espejo o puede ser también una ventana?
Salir de la dicotomía es tal vez el mayor desafío – y el punto más vulnerable – del oficio periodístico hoy. Sin embargo, ese es el tour de force sin el cual no se recuperará el balance. Ni habrá reconciliación. Ni se abrirá el espacio para el diálogo y el respeto al disenso plural que es la otra forma de llamar a la libertad de expresión. Tampoco, por desgracia, se podrá desafiar al poder inquiriendo sobre el por qué de sus acciones. A la revolución le ha resultado imposible interpretarse en contacto con la crítica, pero los medios tampoco han sido menos arrogantes reparando sus graves errores.
¿Qué señales se avizoran en el horizonte? Aquellos que prefieren ver el lado más oscuro de las cosas, anticipan la batalla final entre los medios y el gobierno, lo que implica la devastación del periodismo. Y no les falta razón si consideramos que 2006 es el año de las elecciones presidenciales, que también el gobierno ejerce su poder mediáticamente, a través de un poderosos aparato comunicacional, consistente en una red de medios de alcance nacional e internacional.
Las radios y televisoras privadas, sin embargo, tendrán que pensar muy bien sus jugadas, ya que el 1 de enero de 2007 vencen la concesiones del Estado que les permiten usar el espacio radio-eléctrico. En ese momento, el gobierno tendrá en sus manos la prerrogativa de cancelarlas, aunque no le sea fácil. Los que ven la realidad como un vaso medio lleno, prefieren creer que el momento crítico de la polarización ya ha pasado y que nos encontramos ante unos usuarios menos tolerantes a las manipulaciones mediáticas y unos medios más conscientes de que la credibilidad es su mejor capital.
Al comienzo de esta presentación me hice eco de un lugar común conocido por cualquier colega: que la verdad es la primera víctima de toda guerra y la segunda la credibilidad periodística. Pero las víctimas finales siempre son los ciudadanos. Hoy esos ciudadanos descreen de los medios o solo les creen de una manera ideológica: en la medida en que refuercen sus prejuicios y posiciones ya tomadas.
Una frase de Juan Villoro propone un primer correctivo de cara a nuestro apremiante futuro: ‘La mayor afrenta al pensamiento autoritario consiste en no reproducirlo’. Añadiría, para concluir, que a los medios les toca recuperar la credibilidad y a los periodistas el respeto que en otro tiempo merecía su oficio. Y eso quizás solo pueden lograrlo asumiendo la responsabilidad de sus graves errores y volviendo a los rieles que definen su misión pública esencial: contar, informar y analizar la realidad para propiciar la pluralidad indispensable en el acto comunicativo.
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Jornalista, editor-chefe da revista Nueva Sociedad, colaborador das revistas Gatopardo e Soho e articulista do diário El Nacional, também da Venezuela, de que foi correspondente em Nova York. Co-autor, com José Roberto Duque, de La ley de la calle – testimonios de jóvenes protagonistas de la violencia en Caracas (Fundarte, 1995)