Cuando un periodista de una democracia liberal habla con un escritor cubano como Leonardo Padura (La Habana, 1955), puede correr el riesgo de pensar que está hablando con una especie de sujeto exótico de la Historia, igual que le ocurre a un turista occidental que se pasea extasiado por las calles de La Habana porque todavía quedan chevrolets del 55 o murales llenos de viejas consignas políticas que ya no se escuchan en casi ningún sitio.
Pero luego, la realidad es mucho más normal: que si tú te pides un café y yo un té, que si tú traes tabaco negro y yo te robo un pitillo, que si vamos a esa terraza, que está más tranquila, que si ese toldo parece que se va a caer, que si vamos a hablar de literatura y no de política…
Y así empezó la conversación con Padura, el escritor de novelas y cuentos, el periodista, el guionista, que a principios de los ochenta comenzó a trabajar como un sencillo corrector en la revista cultural cubana El Caimán barbudo, y que ahora es un imprescindible del catálogo de la editorial Tusquets, con la que acaba de publicar una recopilación con sus mejores relatos, Aquello estaba deseando ocurrir. Justo ahora también, su personaje, el detective Mario Conde, está a punto de saltar a la pantalla de la mano del directo Félix Viscarret, en un proyecto de cuatro películas en cuyos guiones ha estado trabajando con su esposa. Y por si fuera poco, se acaba de estrenar en España la películ Regreso a Ítaca, del director Laurent Cantet , con guión suyo e inspirada en una de sus novelas, que fue retirada del cartel del Festival de Cine de La Habana por su tono crítico, pero que finalmente se estrenará en Cuba, según El País. Y es que a veces se hace difícil zafarse de las cuitas de la política, como refleja la propia obra de Padura, aunque siempre de un modo personal y elaborado…
¿Cómo se lleva que a uno le pregunten siempre por la situación política de Cuba cuando le entrevistan?
Leonardo Padura – Pues se lleva muy mal. Yo escribí hace cuatro o cinco años una larga crónica que se titula Yo quisiera ser Paul Auster. Estaba en una gira que coincidió con el momento de transición entre Fidel y Raúl, y todo el mundo me preguntaba quién iba a mandar. Entonces me leí una entrevista que le hacían a Paul Auster en una revista, y vi que le preguntaban por literatura, cine y béisbol, y me dije: “Coño, qué felicidad ser Paul Auster, que está hablando de las cosas que a mí me gusta hablar y nadie le pregunta por su Gobierno”. La política está siempre en el subtexto del escritor, y es siempre una preocupación en el caso de los cubanos. Pero es algo desgastante, porque tienes que volver al mismo tema y explicar cosas para las cuales ni tú mismo tienes respuesta. En el caso de España, a veces te preguntan de Cuba como si fuera un tema doméstico, como si fueras catalán y te estuvieran preguntando sobre Cataluña.
Pero los periodistas insistimos… ¿Le llega a molestar?
L.P. – A veces, porque hay periodistas que empiezan la entrevista diciendo: “Y el régimen castrista…”. Cuando uno empieza la entrevista calificando al Gobierno cubano como régimen, tú ya sabes que viene con una visión muy prejuiciada de la realidad cubana. O lo mismo cuando te dicen: “El compañero general Raúl Castro…”. Eso limita el espacio del diálogo. Yo creo que la opinión política del periodista debe estar en un nivel que permita al entrevistado expresar sus opiniones, sin inducirlo, porque no estás entrevistando a un político, estás entrevistando a un escritor. Si yo fuera el responsable de un Estado en México donde está floreciendo el crimen, por supuesto que entendería que empezaran por ahí, pero yo soy un escritor, escribo libros y no hago política. No milito.
Pero supongo que es consciente de que, de que de alguna manera, representa a la Cuba contemporánea, ¿no?
L.P. – A mí no me gusta que me identifiquen con nada. Yo soy un escritor que escribe de manera individual, solitaria, que hago mucho esfuerzo con cada libro. Lo que después los libros representan es el resultado de mi trabajo, pero también el efecto que el propio libro crea en su vida comercial, editorial, cultural. El otro día, paco Ignacio Taibo decía algo muy simpático: “A mí no me digan que vengo representando a nadie, porque malamente me represento a mí mismo”. Y a mí un poco me pasa lo mismo. Y aunque soy consciente que implica algo de responsabilidad que me identifiquen como el escritor de una posible visión de la Cuba contemporánea, hay otras visiones en otros escritores, como Juan Gutiérrez o Wendy Guerra.
Vamos al libro de relatos: la guerra de Angola está muy presente en alguno de los cuentos. No era consciente de que hubiera tenido tanto impacto en algunas generaciones de cubanos…
L.P. – Mi generación fue la generación que asistió a Angola como soldado, no como altos grados militares, que fueron las generaciones anteriores. Los jóvenes que fueron a Angola eran gente de veintitantos años en los 70. Aunque no se puede decir que fuera algo traumático -en primer lugar, porque ganamos la guerra; y en segundo lugar, porque hubo muy pocas bajas cubanas, y las que hubo, fueron por accidentes y enfermedades-, sí dejó huellas psicológicas: yo estuve en Angola en el 85 y 86, trabajando como periodista, y fue una experiencia muy fuerte en muchos sentidos. Fue la primera vez que yo estaba fuera de Cuba. Por primera vez, veía la miseria en su grado más supremo. Por primera vez, convivía con personas a las que yo no conocía. El primer día que llegué a Luanda nos llevaron a un entrenamiento, y luego, nos dijeron: “Tú duermes con fulano, mengano y ciclano (en la España peninsular, zutano)”. Y me dieron un fusil y un cargador. Estaba separado de toda la familia, y aquello me afectó mucho. Sin embargo, también nos tomábamos aquello como lo más normal del mundo. Te decían: “Tú has sido seleccionado para ir a Angola como periodista, o como combatiente…” Y la gente se iba.
En ese tipo de circunstancias complicadas, el amor y el sexo parecen el verdadero sustento de los relatos, en lugar de los grandes discursos… Parecen los únicos elementos verdaderamente liberadores de algunas historias
L.P. – Yo creo que el amor y el sexo son siempre liberadores. Y en el caso cubano, mucho, porque Cuba es un país con un alto nivel de sensualidad. Eso en Cuba es algo que está a flor de piel en las personas. Y crea conflicto, ayuda a tener una relación dinámica a los personajes y pueden ser motivo literario. Por eso están tan presentes en mi obra, porque en Cuba se manifiestan de una manera muy diáfana, con muy pocos prejuicios en comparación, por ejemplo, con la sociedad española, donde tú sientes que todavía hay determinados elementos que frenan la sexualidad de las personas.
Y además, describe escenas sexuales para todos los gustos, de todas las maneras…
L.P. – Claro, es que como es algo que se expresa con absoluta naturalidad, pues aparece desde las manifestaciones más escatológicas o agresivas, hasta las más normales y las más románticas, por decirlo de alguna manera.
Otra constante de estos relatos es el gusto por el arte. Algunos de los personajes de estos cuentos sueñan con ver a Velázquez en el Prado o visitar Venecia. Son como pequeños placeres cosmopolitas…
L.P. – Eso personajes son desprendimientos míos, de mis preocupaciones, de mi forma de entender la vida, la cultura, el conocimiento del mundo a través de la creación artística. Y no es casual que aparezcan en mis historias los fantasmas de Velázquez, de Salinger, de Hemingway, porque son fantasmas que me acompañan a mí también.
¿No hay una cierta tensión entre esas ambiciones culturales de los personajes y la imposibilidad de la mayoría de los cubanos de visitar este tipo de lugares?
L.P. – Sí y no. Porque aunque en el Museo del Prado haya una cola permanente, la cantidad de personas en el mundo que pueden entrar a ver las obras de Velázquez es ínfima. Aunque es cierto que en Cuba hay limitaciones culturales que son de tipo político y económico. En lo económico, un cubano no puede comprarse un billete de avión para ver la Acrópolis en Grecia, como tampoco puede gastarse 20 euros en comprar un libro importado, porque es lo que cobra en un mes. Y en lo político, porque hasta hace muy poco no podíamos salir si no era con permisos oficiales.
Y sin embargo, en Cuba hay mucha gente que conoce a Velázquez…
L.P. – Claro, es que estamos hablando de un país con un nivel cultural muy alto. Y el nivel de consumo cultural es elevado a pesar de todas las limitaciones, porque aunque se publiquen poco libros, se importen pocos libros, las cosas se comparten. Los ejemplares de Paul Auster que hay en mi casa lo han leído 25 personas. Una película que aquí ve uno con su familia en Cuba se convierte en un producto social. Y eso nos ha salvado en muchos casos.
Le voy a contar una anécdota que tiene implicaciones políticas: una amiga mía cubana que estaba haciendo una estancia en Ecuador porque era profesora de universidad no conocía quién era Cabrera Infante. ¿Extraño?
L.P. – En Cuba, todo el que realmente ha querido leer a Cabrera Infante lo ha leído. En los años 70, cuando nosotros estábamos en la universidad y nos encontrábamos en el periodo más ortodoxo políticamente hablando, donde todo era blanco o negro, de una forma o de otra leímos Tres Tristes Tigres o La Habana para un infante difunto. En mi caso, fue un escritor que me descubrió un universo lingüístico del que yo me he apropiado a mi manera: el lenguaje habanero literario. Si te impones leerlo, lo lees. Los escritores cubanos, todos, han leído a Cabrera Infante.
Pero, ¿y la población general, los que no son escritores?
L.P. – Menos, menos… Pero creo que tiene que ver con un problema de acceso, porque sus libros no se publican en Cuba. Como cuando yo escribí sobre Paul Auster: todo el mundo me preguntaba dónde se podían conseguir sus novelas.
En uno de los relatos de este libro, hay un escritor que imparte talleres literarios de manera rutinaria para ganarse la vida, mientras una sus alumnas, una ancianita, espera ansiosa el taller y la oportunidad de enseñar lo que escribe. ¿Por qué ese personaje?
L.P. – En Cuba, en los años 70 y 80 se creó una estructura burocrática del trabajo cultural, y recuerdo que había un plan del Ministerio de Cultura para la creación por el que debía haber 10 instituciones culturales básicas en cada municipio: un museo, una casa de la cultura, un taller literario, etc. Daba igual que en un sitio hubiera buenas condiciones para tener un coro y en otro para tener un taller literario: en los dos tenía que haber ambas cosas, era una ordenanza. Yo juego con esa burocratización, porque además muchos de mis compañeros trabajaron como asesores literarios en ellos talleres. Yo también estuve a punto, pero salió lo de la revista. Lo que quiere ese personaje es escribir y estar con su mujer, y lo del taller es un trabajo como quien viene a esta cafetería a servir café y té. Nada más. Pero después estaba la gente que iba a esos talleres con mucha ilusión. En el relato hay un juego entre esa ilusión inocente y el conocimiento cínico del escritor.
¿Puede decirse que entre el exilio de algunos escritores cubanos y el exceso de burocratización en la isla ha faltado un cierto fermento para los escritores más jóvenes?
L.P. – Yo no creo que fuera así del todo. Estaban estos talleres a los que iba gente aficionada… Y es cierto que cuando tú burocratizas la cultura, la congelas. Pero también había otras cosas. Nosotros, por ejemplo, creamos un taller en la universidad entre estudiantes de Humanidades que teníamos una preparación y un interés literario mucho más definido. Fue un lugar de intercambio de ideas y de surgimiento de relaciones que duran hasta hoy entre muchos narradores y poetas. Ahora, en Cuba, desde hace 10 años existe una escuela para escritores donde se dan talleres literarios que dirige un escritor que se llama Eduardo Heras León, y es increíble la cantidad de gente joven que está saliendo de ahí y que escribe cosas notables.
En uno de sus cuentos, hay un personaje que mira desde su oficina a un niño que juega al béisbol. Entonces se da cuenta que sus sueños han sido sepultados por un cierto seguidismo político… ¿Es una crítica a la militancia revolucionaria en Cuba?
L.P. – Yo creo que estos cuentos son mucho más universales que mis novelas, a pesar de ser historias muy pequeñas. Lo que ocurre aquí es que este personaje ha llegado a un punto de su madurez y se da cuenta de que se ha convertido en un burócrata de mierda. Porque entre los propósitos de las personas y lo que al final logran por limitaciones sociales, económicas, políticas, personales y familiares siempre hay una distancia, siempre. Este personaje ve en ese niño al niño que él mismo fue, y que se llenó de sueños que no pudo lograr. Esto está contextualizado en Cuba y tiene razones cubanas, pero se puede leer de manera universal, porque puede ocurrir en cualquier lugar del mundo, le puede ocurrir a un francés, a un español, a un finlandés.
Por cierto: hay dos suicidios en estos relatos. ¿Le preocupa especialmente el tema?
L.P. – Para mí, el suicidio es una obsesión puramente literaria. En Cuba sabemos que hay un índice de suicidio bastante alto, pero no sabemos los datos. Hay muchas estadísticas en Cuba que no se conocen, a pesar de que en los últimos años se han empezado a publicar más. Esta es una de las que se desconocen, creo. Pero mi interés en el suicidio probablemente tenga más que ver con la importancia de Hemingway en mi formación. En Hemingway, el suicidio está muy presente. También en Salinger: el genio de la Familia Glass se suicida en una playa de La Florida.
También describe usted muy bien el mundo de la marginalidad en La Habana. ¿Tiene mucho contacto con esos ambientes?
L.P. – En Cuba, ese mundo marginal es bastante visible si tú quieres verlo. Hay muy pocas personas que vivan en niveles donde no tienen contacto con este mundo. Yo vivo en un barrio de La Habana, un barrio normal, un barrio de toda la vida, y ahí yo me conecto muy fácilmente con las personas. Y aunque es un barrio popular, no es un barrio marginal, pero sí hay actitudes y personas marginales a las que yo conozco y con las que converso. No es algo exótico para mí, no tengo que salir a buscarlo sino que viene a mí, y tengo una relación dinámica y normal con él.
Es usted una referencia en la novela policiaca… Me preguntaba cuáles fueron los autores fundamentales para su formación en este género…
L.P. – Hammet y Chandler los primeros. Pero una influencia catalizadora fue la de Vázquez Montalbán. Descubrí una literatura policiaca escrita en lengua española en un país de la periferia del centro de la novela policiaca, que estaba en el mundo anglosajón y Francia. Era una literatura de una gran calidad y con una perspectiva social muy evidente. Y fue como un catalizador que me dijo: “Este es el camino por el que puedes entrar y seguir”.
En ese camino hay también mucha tendencia a la melancolía, ¿no?…
L.P. – La melancolía y la nostalgia son muy literarias, y a medida que va pasando el tiempo, me voy volviendo más melancólico porque me voy volviendo más viejo. En el caso de Mario Conde, es un elemento esencial de su personalidad, porque también lo es de la mía. Yo soy un hombre con una gran nostalgia por un pasado en el que fui joven, tuve sueños, disfruté de cosas de las que ya después no pude disfrutar… A pesar de eso, soy una persona bendecida por lo que haya allá arriba, porque todo lo que yo pude soñar que iba a conseguir con mi trabajo es ínfimo al lado de lo que he conseguido. Nunca habría pensado que iba a conseguir el Premio Nacional de Literatura de Cuba o que iba a publicar con Tusquets, pero no dejo de sentir nostalgia por una época en la que éramos más pobres y más felices, como decía Hemingway …
“Y hasta aquí llegó la charla, porque además el sol se iba desplazando, y al final, el fresquito de la incipiente primavera madrileña se metía con facilidad en el cuerpo. Se fue Padura con su esposa por la calle, pero al poco tiempo, Raúl Castro y Obama se encontraron en la Cumbre de las Américas para abrir una nueva etapa en la historia de las relaciones entre Cuba y EEUU. De nuevo, la política. Pero el momento merecía la pena, y había que mandarle un correo al escritor con una pregunta, que él volvió a contestar con toda la amabilidad del mundo.”
Después de ver las imágenes y escuchar los históricos discursos de Obama y Castro, ¿qué sensación ha tenido? ¿Qué le ha venido a la cabeza?
L.P. – He pensado muchas cosas, he sentido muchas cosas. Me he congratulado por estar vivo para ver algo así, algo que jamás pensé que vería… Y he pensado en el futuro. Ojalá que esos estrechones de mano de Raúl y Obama –que fueron varios- de verdad comiencen a cambiar una historia y el diálogo se imponga a la hostilidad, la comprensión a la prepotencia, la cercanía a la lejanía. Siento que no va a ser nada fácil, pero que podemos estar al principio de algo mejor. De un tiempo de diálogos… ¡esa es la palabra clave!: diálogo.
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Jorge Berástegui, do Huffington Post (Espanha)