Hace tiempo que tengo la sensación de que estamos siendo muy injustos con algunos lectores. Convivimos con ellos como si les perdonáramos la vida. Hacemos como que los aceptamos en nuestro círculo de lectores distinguidos. Otros, menos sutiles en las formas, no pierden tiempo en desprestigiarlos a la mínima ocasión que se presenta. Cada vez que emitimos un juicio indecoroso hacia ese género o tipo de ficción que no coincide con nuestras afinidades electivas, es cuando dejamos traslucir que no entendemos nada de lo que está ocurriendo alrededor nuestro. Como si nos perdiéramos algo. Como si nos faltara una pieza para armar el rompecabezas en que se ha convertido el mundo actual, y dentro de él, el libro y la lectura.
A veces es como si desconociéramos, nosotros que tanto pontificamos sobre la mejor manera de iniciar a los neófitos en la lectura, la reunión de tantas circunstancias y azares que tienen que darse en la vida de una persona para que se instale en el difícil reino de los libros. ¿Tenemos alguna noticia aproximada de cuánto cuesta descubrir el hábito de la lectura? ¿Aceptaríamos que los caminos que conducen hasta una novela o un libro de divulgación, independientemente de su calidad literaria, no dependen solo de la capacidad de elección del lector, sino de multitud de factores que no siempre controla, factores sociales, ambientales, educativos, económicos, etcétera? Eso sin contar que infinidad de veces un lector se hace espontáneamente; un buen día, como por arte de magia, introduce en su vida el verbo leer, como un milagro diría, cuestión que no hace sino remarcar la complejidad de la cuestión. ¿Sabemos todos para qué tenemos que leer? ¿Tenemos que hacerlo para formar parte de un reducido club? No creo que sea para eso. Para cualquier propósito, menos para ese. Pero sí creo que es necesario hacerlo para ganarnos el derecho a una mayor calidad estética, ética y lúdica en nuestras vidas. Un derecho de ese calado no se consigue así como así. Descubrir un día que podemos apartarnos (o evadirnos, digámoslo sin miedo) unas horas de nuestras vidas y entrar en un territorio desconocido en el cual intuimos o sentimos que la vida está allí representada (de mejor o peor manera) es un trabajo tan arduo que cuesta creer que con nuestro orgullo elitista de expertos podamos desacreditarlo de un plumazo solo porque no se lee la novela o el género de libro que nuestro selecto canon exige leer. También no es menos verdad que existe una operación contraria. Son los que radicalmente no comulgan con lo que ellos fantasean como lecturas aristocráticas. Proclaman la inutilidad de una literatura escrita solo para entendidos, autocomplacientes en sus formas opacas para el grueso de la mayoría de los potenciales lectores. Uno y otros se arrogan jurisdicción propia. Se retroalimentan. Si los reuniéramos en una habitación, las paredes se caerían antes de que se pusieran de acuerdo. ¿Qué tipo de lectores son, entonces, estos ideólogos de la lectura única y excluyente? ¿Lectores totalitarios? Sería lo más parecido a la impresión que inspiran, aunque duela emplear un adjetivo con tantas desagradables resonancias.
Todos los días vemos en el transporte público a personas leyendo. Es una experiencia cotidiana. Posiblemente confundido entre ellas esté acechando el lector totalitario, el delegado de una u otra oficina lectora. Antes de controlar lo que leen, dicho delegado tendría que atender a otra cuestión mucho más gratificante y extraer alguna conclusión. Por ejemplo, ¿qué más da que aquellas personas lean a Marcel Proust o a Ken Follet, a Javier Marías o Carlos Ruiz Zafón? ¿Cambian esos autores, por ser quienes son, la devoradora atención con la que los leen, distorsionan negativamente o aumentan beneficiosamente la dignidad del paisaje humano que configuran al tener un libro entre sus manos? ¿Y dónde queda entonces el placer de la lectura con el cual tantas veces nos hemos llenamos la boca?
Consumo transversal
Desde hace un tiempo estamos asistiendo a una tendencia en el conjunto de los lectores españoles. Por un lado están los que solo leen bestsellers. Y por otro los que solo leen autores llamados de calidad. Son los exponentes del mercado polarizado de la lectura. Probablemente no tan irreconciliables como los gurús de sus respectivos partidos. Pero hay un tercer universo. Un lector transversal. Y sobre todo, a tono con los tiempos de saludable desconcierto espiritual que corren, un lector hedonista.
En resumen, un lector que pasa del bestseller a la novela de calidad que inesperadamente se pone de moda, o viceversa. Ese lector existe y comienza a afianzarse, de la misma manera que se afianza el consumo transversal de diseño, de moda, de museos o de gastronomía. Respetemos a los consumidores de libros. Sean de un signo o del otro. O de los dos a la vez. Cada uno es responsable de lo que lee. Y alegrémonos de su felicidad de lectores.
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[J. Ernesto Ayala-Dip é crítico literário]