Friday, 22 de November de 2024 ISSN 1519-7670 - Ano 24 - nº 1315

‘Não penso no leitor ao escrever’

Una entrevista con Juan Gelman pierde mucho en un periódico. Quedan sobre el papel las palabras del poeta, nacido en Buenos Aires en 1930, pero en la transcripción se van desperdiciando su voz curtida por el tabaco, su acento argentino defendido frente a 1.000 exilios y una sonrisa socarrona y hospitalaria. Por si fuera poco, a uno siempre le pareció un contrasentido que un poeta -y en este caso no un poeta cualquiera- publique un libro con 140 poemas forjados a martillo y cincel y enseguida llegue un periodista y le pida que explique con urgencia qué ha querido contar. El premio Cervantes sonríe, enciende un primer pitillo en su departamento de la ciudad de México, y se dispone a hablar de El emperrado corazón amora (Tusquets), un libro que llega cuatro años después de Mundar (Visor) y que terminó de escribir en noviembre pasado.

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¿Se puede explicar un libro de poemas?

Juan Gelman – Mire, pasan varias cosas, la primera es que uno no escribe lo que quiere sino lo que puede. La segunda es que cada lector reescribe el libro. Y la tercera es que me resulta muy difícil hablar de lo que hago. Yo admiro a gente como T. S. Eliot, o incluso Octavio Paz, que han tenido mucha capacidad crítica. Yo me abstengo. Tal vez para conservar una virginidad que ya no tengo. Siempre me acuerdo de una anécdota que me contó mi madre, que era ucrania. La de la arañita que en un bosque espera a que llegue el ciempiés. Y, cuando llega, le pregunta cómo hace para caminar, si primero 50 y luego otros 50, si 20 y 20… Y el ciempiés se detuvo a pensar y no caminó nunca más. Sin embargo, creo que visto a meses ya de haberlo terminado, me parece que lo que me salió fue algo que intenta evitar toda narración, excepto la de las palabras y la música. Es lo más aproximado que puedo decir sobre el libro.

Y tal vez que no son poemas fáciles…

J.G. – Sí, yo creo que no son fáciles. Pero voy a confesarle algo: yo no pienso en el lector cuando escribo. Yo creo que es el mejor modo de respetarlo. Hay que dar lo mejor de sí, o lo que uno cree que es lo mejor de sí. De modo que ahí está….

Empecemos entonces por el título: El emperrado corazón amora.

J.G. – Pertenece a un libro que escribí en los años sesenta y que se llama Cólera Buey. El título pertenece a uno de los poemas de ese libro. El libro anterior también lleva un título de uno de aquellos versos. Yo creo que resume o sintetiza lo que ocurre cuando a los 80 años y después de varias vidas y otras cuestiones, desilusiones, esperanzas, resulta que uno sigue en la brecha…

Por una decisión de seguir…

J.G. – Bueno, lo decide este [tocándose el corazón y sonriendo], yo no tengo nada que ver.

Entonces, primero puso el título y después…

J.G. – No, no… Eso sería premeditación y alevosía. En poesía eso no ocurre. Voy escribiendo porque no puedo evitarlo. Y llega un momento en que me parece que se apagó la llama o está por apagarse y ahí es cuando hay que parar.

A la hora de ponerse a escribir, qué diferencia hay entre el poeta que quería ser, darse a conocer, abrirse camino, y el que ya es, el que ha sido reconocido con los galardones máximos, con la seguridad en sí mismo…

J.G. – Mire, ojalá tuviera seguridad en mí mismo. Porque cuando se vuelve una obsesión, que creo que es lo que produce la necesidad de escribir, a lo único a lo que uno se puede agarrar es a lo que se escribió ya, pero eso no sirve. Un poeta no vive para escribir, escribe para vivir. Por tanto, no hay seguridad, es la misma inseguridad de siempre.

¿Relee sus poemas?

J.G. – No. Solo cuando tengo que hacer una lectura por ahí, los elijo. Pero evito cuidadosamente releerlos.

¿Por qué?

J.G. – Mire, en primer lugar porque me parecen de otros. Y en segundo lugar porque encuentro insatisfacciones permanentes. Tal vez por eso el motorcito sigue encendido. Para ver si alguna vez uno puede acostarse con la señora [con la poesía, con la inspiración], pero… mientras tanto…

O sea, que el combustible también es de alguna manera la insatisfacción…

J.G. – Sí, sí, también. No es el origen, pero…

¿Cuál es el origen?

J.G. – Cómo le digo, para mí es la obsesión. Yo entiendo que la cosa va a venir porque tengo una especie de ruidito acá, me pongo de mal humor y aguanto todo lo que puedo para que no sea una falsa alarma, hasta que ya no puedo más y escribo.

Y ha investigado, por así decirlo, en el origen de esa obsesión…

J.G. – Este… Mire…, quiero ser un ciempiés que camina.

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Vinos

[Poema incluido en el libro El emperrado corazón amora (Tusquets)]

El vino malo recuerda a la lengua

la rigurosidad de la locura,

o pensar en el cisne

salvado del diluvio, la pasión

por las distancias entre

la hora y su hora, palomares

donde aterrizan vientos, vidas,

el horno donde se

queman preguntas.

¿Adónde fuiste, pie descalzo?

En los nervios del cosmos asoman

lunas secretas de Tenochtilán.

¿Quién lo olvida, quién olvida sus

espejos simples de la tierra?

La memoria tiene dos ojos, uno

perdido en copias de la sangre, otro abierto

a calles que el abajo les tiembla.

La sombra del pasado se ata

al pasado que no sucedió.