Textos publicados no suplemento semanal ‘Babélia’ do El País; intertítulos do OI
***
Una pátina de verdad
Amelia Castilla
El rigor del periodismo unido a la voluntad literaria sigue enganchando a un público que busca escritores con cierto estilo. Artículos desarrollados en forma de libros, revistas y cómics de denuncia surgen como respuesta al vértigo de la comunicación digital.
De apariencia débil, delgado y con gafas. Cuando los soldados rusos vieron a Vasili Grossman (Berditchev, 1905-Moscú, 1964), uno de los escritores reclutados por Stalin a la fuerza para cubrir el desarrollo de la campaña soviética contra los nazis, rieron con condescendencia. Tres años después, cuando los ‘ivanes’ entraron en un Berlín en ruinas, Grossman seguía sus pasos en primera línea tomando notas. Sus crónicas, reunidas ahora en Años de guerra (1941-1945), muestran la honestidad y el talento de un escritor con una voluntad narrativa innegable y muy por encima de las presiones políticas. ‘Años de guerra debe ser contextualizado. Sus crónicas se publicaban en la Estrella Roja y formaban parte de la propaganda del régimen sobre la contienda’, aclara Joan Riambau, subdirector editorial de Galaxia Gutenberg. ‘Pero a través de esos textos se descubre la humanidad de un escritor que transmitía fielmente lo que iba encontrando en su camino’. Gran parte del material que no pudo utilizar para sus crónicas ante el temor a ser depurado lo usó posteriormente en la escalofriante Vida y destino -de la que se han vendido 300.000 ejemplares-, pero sus reportajes, prolijos en descripciones sobre el paisaje, el dolor de los civiles y la locura de los hombres, son memorables, como el que describe su llegada al campo de exterminio de Treblinka, cuyo funcionamiento reconstruye minuciosamente.
Años de guerra lleva vendidas 15.000 copias y su éxito se enmarca dentro de una tendencia que nunca ha dejado de estar presente entre los lectores de textos de no ficción y que se mueve entre el rigor del periodismo y la voluntad de un estilo literario. Nuevos títulos, en los que se recuperan reportajes históricos o sucesos del presente, como la anorexia o la polémica sobre el cadáver de Lorca, han desembarcado en las librerías en estos días. El editor de Galaxia reconoce que la narrativa de base histórica y la crónica transformada en libro aportan una sensación de verdad muy valorada por el lector. ‘El periodismo certifica la verosimilitud o el rigor de la obra’, añade Riambau. ‘Vivimos tiempos de saturación de información, pero persiste la voluntad para detenerse y conocer más sobre algunas de las cosas que ocurren’.
Fuera de los despachos donde se decide cuál será el próximo título y sin más planteamiento filosófico que la buena marcha del negocio, Marjorie, propietaria de la librería Blanco, en el barrio de Salamanca de Madrid, piensa que todo lo que se conoce globalmente como no ficción cuenta con lectores fijos: ‘No estamos hablando de best seller, claro, el ensayo es difícil que provoque ventas espectaculares, pero sí cuenta con un público fijo y variado que normalmente suele pasar de los cuarenta años. Se trata de gente que sigue mirando el papel y que lee libros con cierta profundidad’, aclara la librera, que no suele ver que mucha gente joven traspase la puerta de su local.
Mundo grandioso
La narrativa de base histórica alcanzó en España su punto álgido con Ryszard Kapuscinski (Pinsk, 1937-Polonia, 2007), seguramente el periodista más respetado y con mejores críticas del momento. No siempre fue así. Títulos como El Emperador o El Sha se vendían con cuentagotas en la editorial Anagrama y se mantenían en la colección porque al editor Jorge Herralde le hacía mucha gracia cómo escribía el periodista polaco, hasta que sucedió lo que en literatura se conoce como el punto de no retorno: Ébano, donde resume su experiencia como corresponsal en África, fue una explosión. El libro pasó de los ¡100.000 ejemplares! y arrastró, de paso, al resto de sus obras. A Kapuscinski nunca le gustaron las rutas oficiales, huía de los palacios y de la gran política. Prefería describir la vida cotidiana. Necesitaba mucho tiempo para concentrarse y construía sus relatos como un collage, una especie de diario íntimo, cargado de fuentes y de datos históricos. Comparaba el reportaje con lo que el cubismo supuso para la pintura: ‘Cuando trataban de descubrir una cara la mostraban en todas sus reflexiones’, dijo en una entrevista, el mismo año en que se publicó Ébano.
A sus lectores no cabe encajarlos en un sector muy definido: ‘Gente mayor acostumbrada al ensayo y chicos jóvenes atentos a las novedades’, según Ana Llornet de Anagrama. Lo cierto es que hoy día su obra sigue viva. El Emperador camina por la undécima edición y este mes ha llegado a las librerías Cristo con un fusil al hombro, una colección de relatos inéditos en España, editados en los setenta, en los cuales describe la relación entre árabes y judíos en los tiempos donde los fedayin, vestidos de verde botella, vigilaban una carretera de Beirutl; la dura existencia de los campesinos en Guatemala y el resurgir de la guerrilla tras la muerte del Che Guevara.
Pero no todo son guerras, aunque de ellas hayan surgido algunas de las mejores crónicas. La periodista de The New Yorker Judith Turman reúne en La nariz de Cleopatra (Duomo) un puñado de ensayos sobre el cuerpo humano, la alta costura y la literatura, que se leen como una crítica de la actualidad cultural. Nada que ver con los polémicos artículos de Julio Camba sobre la República, cargados de humor e ironía. Y el dibujante Joe Saco destapa, viñeta a viñeta, en Notas al pie de Gaza, la matanza de más de cien palestinos en la destartalada ciudad de Rafah en 1956.
La frase ‘no news good news’ no vale para este oficio, escorado hacia el drama y la tragedia. Pero ¿qué se puede esperar de un trabajo basado en la curiosidad? El escritor César González Ruano lo describía así en su diario: ‘No hay profesión como ésta, en la que sea preciso ganar lo que ya se tiene cada mañana, profesión en la que viva uno en una costumbre resignada de colapso económico y en la permanente amenaza del olvido’.
El periodista Miguel Ángel Bastenier sostiene en Cómo se escribe un periódico que para ser no ya un buen periodista, sino simplemente dedicarse a esto, hay que tener un punto de inconsciencia. ‘Una persona sosegada, ponderada, equilibrada, respetuosa de los derechos del prójimo, no es que no pueda ser un buen periodista, es que se dedica a otra cosa. No ha habido ninguna elección democrática para decidir quién pueda ser periodista, quién tiene derecho a manejar reputaciones, haciendas, éxitos, fracasos’. En su opinión, el periodismo no es sino una pequeña parte de ese mundo grandioso de la literatura aunque, puesto a decidir sobre las características que deben acompañar a un buen reportero, resume: ‘Perspicaz, suspicaz, pertinaz y algo mordaz’.
Valor impagável
Cada profesional define su propio estilo sobre algo que se reduce a una persona que habla de manera neutral y que, en realidad, utiliza todo su talento para dar un enfoque subjetivo y poner la atención en detalles significativos del hecho que investiga, recreando una atmósfera, un contexto, un tiempo y un lugar. En esto del periodismo hay escritores para todos los gustos; los estadounidenses se muestran partidarios de ‘reseñar hechos y más hechos’, pero otros eligen dejar su impronta, marcando claramente el bando en que se encuentran. Objetivos o subjetivos se han formado devorando lecturas periodísticas o literarias, seguramente el único camino para contar una historia con el ritmo de una buena novela. ‘La crónica es un género que necesita tiempo para producirse, tiempo para escribirse y mucho espacio para publicarse: ninguna crónica que lleva meses de trabajo puede publicarse en media página’, aporta Leila Guerriero en Frutos extraños. Naturalmente, la periodista argentina se refiere a textos sólidos que encierran una visión del mundo y se reconocen como una forma del arte de contar, relatos que terminan exactamente donde empieza la ficción. ‘La única cosa que una crónica no puede hacer es poner allí lo que allí no está’.
Tiempo y espacio son también valores apoyados por el escritor Jonathan Littell, que acaba de publicar Chechenia año III, un formidable reportaje de 120 páginas sobre la situación de la república caucásica. El autor de Las Benévolas cuenta casi al inicio del libro que, si hubiera editado la primera versión del texto, tras un viaje de dos semanas por Chechenia, habría dado una imagen de normalización del país que no se correspondía del todo con la realidad. Sabía que la corrupción era insostenible, que muchos guerrilleros regresaban del bosque y rehacían su vida con un vehículo todoterreno de regalo, que no es sencillo vivir contra un régimen autoritario, que a las mujeres les obligan a cubrirse la cabeza y que los secuestros seguidos de desapariciones se habían reducido notablemente.
Pero el lado oscuro emergió de pronto. El correo electrónico empezó a vomitar noticias preocupantes. Natalia Estemiova, activista de Memorial (el grupo que se ocupa de los casos de desaparición, tortura y ejecución al margen de la justicia), en Grozni había sido secuestrada en la calle. A Estemiova, amiga de Anna Politkóvskaya, a la que guió por los arcanos chechenos, le dio tiempo a gritar que la estaban secuestrando antes de que la metieran en un coche. Su cadáver se encontró en el bosque: le habían dado un culatazo en la cara y disparado a la cabeza, como a muchas de las víctimas que ella había ayudado a que se conocieran.
Littell, domiciliado en Barcelona, ha optado por no promocionar su nuevo título, pero contesta vía e-mail a preguntas relacionadas con su pasión por la crónica. ‘Soy un gran admirador de la manera en que cuenta la realidad la prensa norteamericana (por ejemplo, The New Yorker o The New York Review of Books) y su capacidad e interés por dotar a los reporteros del tiempo, el dinero y el espacio necesario para contar largas y profundas historias; eso tiene un valor impagable. Algo que todavía se echa en falta en Europa’. Littell se confiesa lector de la revista francesa XXI -se vende en librerías y en Internet-, que es un intento de crear un formato parecido al de las grandes revistas estadounidenses y que ha tenido buena acogida pero ‘todavía nos queda un poco lejos’. Littell ni siquiera está seguro de que haya espacio para libros como el suyo, pero recalca que ‘sería maravilloso que fuera así’.
Relatos clássicos
La situación del mercado actual es compleja. No resulta fácil hacerse oír ante la avalancha de información. Los periódicos de papel reducen el espacio de los textos y los post de los blogs digitales no se extienden más allá del folio. Frente al periodismo en tiempo real que es la generalización de Internet, la crónica periodística se abre paso. Las webs no son del todo rentables pero ganan público, mientras que el papel, que todavía cuenta con publicidad de pago, pierde lectores. Al menos todos parecen de acuerdo en que el reportero como testigo sigue vigente en la era de Internet y si dispone de la capacidad de utilizar los recursos literarios, mejor, especialmente si es capaz de evocar una atmósfera.
¿Pero dónde se encuentra el futuro del cronista? Jean-François Fogel, fundador de Lemonde.fr y miembro de la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, cree que las horas del papel están contadas pero que la realidad es tan fenomenal que siempre necesitará de periodistas que la cuenten. ‘Internet se centra en un periodismo de flujo e instantáneo, pero en este trabajo tienen que caber todas las formas, quizás los blogs como cuadernos de notas tendrían que decirnos algo en el futuro’. Fogel, que en la actualidad arma una docena de sitios para el grupo francés Sud Ouest, añade que en el mundo que se avecina la velocidad de entrega pesa como una de las grandes motivaciones aunque el libro clásico también cuenta con gran futuro como género periodístico, un texto en el cual contar de manera pormenorizada y con calidad literaria una historia o un problema. ‘No olvidemos que en otros momentos de la historia también contó con mucho auge. La tormenta perfecta o la biografía de Chaves Nogales sobre Juan Belmonte encajan en esta definición’.
Conseguir espacio para un periodista siempre supone un gran logro. Fogel también señala como una grata sorpresa editorial la buena marcha de la revista francesa XXI. Tiene carácter trimestral, vende cerca de 50.000 ejemplares, y cuenta con un pariente del autor de El Principito, Patrick de Saint-Exupéry, como redactor jefe. Mucha ilustración, cómic para contar historias del presente, fotografía y reportajes sobre los juegos de poder o la rutina en la vida de un cartero destacan en el número 9 de la publicación.
Al otro lado del Atlántico, El Malpensante,Gatopardo y Etiequeta Negra han acabado por convertirse en un referente del poder de la crónica. ‘Ignoro’, concluye Fogel, ‘si Jon Lee Anderson o Kapuscinski son periodistas o escritores, pero sus relatos pueden convivir en las estanterías al lado de los clásicos’.
***
Tres clásicos modernos cabalgan juntos: Wallraff, Fallaci y Talese
Carles Geli
Tiempos convulsos, de incertidumbre de toda condición; realidades líquidas, lucha hegemónica entre virtual y real. Pues ante toda esa gran duda, periodismo. Y ante lo que es oficio o show, lo genuino, lo más mordaz ante la verdad. Sólo una corriente de pensamiento así explica que en la última Feria de Francfort coincidiera el regreso a la palestra editorial de tres grandes entre los grandes del periodismo: Günter Wallraff, Oriana Fallaci y Gay Talese.
‘¿Nuevo? ¿Seguro que es nuevo?’. El escepticismo del editor Jorge Herralde en su stand de Anagrama no era baladí. Y es que han pasado casi veinte años desde que el azote periodístico de Alemania no sacaba libro con nuevos reportajes. De esos tan suyos, que llevaban al Servicio Secreto Federal, a la Policía Política y al mismísimo Ministerio de Justicia alemán a actuar contra él, intervenirle los teléfonos y quién sabe si a estar detrás de algunos de los percances que ha sufrido, como el notable incendio de su despacho en 1976.
A pesar de sus casi 68 años, Wallraff está en perfecta forma, como demuestra en Desde el bello Nuevo Mundo, irónico título con el que husmea por las ingles de la globalización a partir de su famosa técnica de la infiltración, la que le diera nombre y fama, y que se tradujo en clásicos del oficio como El periodista indeseable y Cabeza de turco. En los ocho reportajes que conforman el libro (que Anagrama publicará en España en un año), con amigos que le hacen de figurantes, cámaras ocultas, identidades falsas o simplemente disfrazado, Wallraff vuelve a desnudar el perfecto mundo occidental. Así se convierte, por ejemplo, en un africano casado y con un hijo, que lo pasan muy mal en un tren cuando topan con los ultras del Dinamo de Dresde (Blanco sobre negro). O se queda vilipendiado y helado de frío haciendo de indigente (Bajo cero) o demostrando las insanas prácticas de una empresa de teleoperadores, un call center; o denunciando las condiciones laborales de la cadena de cafés Starbucks, o desenmascarando a un bufete de abogados alemán que aterroriza legalmente al comité de empresa del cliente que lo solicita. Un libro duro para un personaje duro que el año próximo tendrá en su país su primera y documentada gran biografía, El hombre que es Günter Wallraff, de Jürgen Gottschlich.
Dura y también objeto de estudio universitario es Oriana Fallaci (1929-2006). ‘Uno de los errores más graves que cometí en mi carrera fue concederle una entrevista’, dijo en su momento el halcón Henry Kissinger; lo lamentó más cuando salió publicada entre las que formaron Entrevistas con la historia, libro-faro de la tenaz e incisiva estrella de la revista L´Europeo. Iniciada una nueva edición en Italia de su obra periodística completa, aparecen ahora entrevistas que realizó entre 1970 y principios de los ochenta y con las que acariciaba la idea de hacer un segundo volumen. Con cerca de quinientas páginas y la posibilidad abierta de su edición en España (La Esfera de los Libros lo ha desestimado recientemente), Robert Kennedy, el Dalai Lama, Den Xiaoping, Ariel Sharon y Lech Walesa son algunas víctimas de quien dio nombre a la entrevista sin concesiones: el Fallaci style.
‘Soy de ascendencia italiana. Soy hijo de un sastre severo pero caballeroso de Calabria y de una madre italoamericana amable que dirigía con éxito un negocio familiar de moda’. Bajo ese mostrador, y tras escuchar a su progenitora hablar con las clientas, el norteamericano Gay Talese (1932) aprendió dos cosas: a vestir bien y con estilo, y a hacer mejores preguntas, que le han servido para elaborar algunos de los reportajes más memorables del último medio siglo periodístico, como Frank Sinatra está resfriado, Buscando a Hemingway o el mítico libro-reportaje Honrarás a tu padre, que inspiró a Mario Puzzo la novela El padrino. Bajo los títulos Retratos y encuentros (selección de sus mejores piezas) y Vida de un escritor (delicioso repaso a sus vivencias), Aguilar ha hecho posible en Suramérica hallar en castellano a uno de los padres del nuevo periodismo, en unas obras que podrían llegar a la Península junto con la hoy inencontrable Honrarás a tu padre. Y así tres clásicos modernos podrían cabalgar juntos.
***
El escriba que habita en una página blanca
Ricardo Martínez de Rituerto
‘Me encanta escuchar a los personajes’, dice Eric-Emmanuel Schmitt, que publica El Libro más bello del mundo y otras historias
Ser el escritor francés vivo más vendido en el mundo y residir en la plácida Bruselas apartado de la vorágine parisina es inaudito. Eric-Emmanuel Schmitt (Lyon, 1960. eric-emmanuel-schmitt.com) lo explica sin más: ‘Me he separado voluntariamente del mundo literario, teatral y cinematográfico. Si hubiera estado en París escribiría menos o escribiría cosas parisinas, lo que sería peor’. ¿Cosas parisinas? ‘Atendería más a lo intelectual y menos a lo sensible, a lo carnal o a lo poético’. Y no es que Eric-Emmanuel Schmitt haga de menos a lo intelectual. Doctorado con una tesis sobre Diderot, personaje llevado por él al teatro en El libertino, fue catedrático de Filosofía hasta que de treintañero le estalló el universo de la creación y dio con la tecla expresiva: ‘Escribir ficción que sea filosófica’. Su escritura ronda la novela de ideas, a la que da una larga cambiada con un lenguaje sencillo y personajes asequibles, tan horro de descripciones como lleno de alusiones. Schmitt es socrático: ‘Obligo al lector a escribir conmigo’. Él escribe como una fuerza desatada de la naturaleza y llega ahora a España con El libro más bello del mundo y otras historias (Destino. Traducción de Zahara García González. Barcelona, 2010. 232 páginas. 19 euros).
Su despacho está hecho una leonera. Sobre la mesa, entre libros y papeles en perfecto desorden, toda la discografía de Beethoven porque está ultimando una Kiki van Beethoven que subirá al escenario en París en otoño. En las paredes, un par de mirós litográficos. Y varias esculturas, entre ellas la concebida por Günter Grass para dar solidez (seis kilos) al Premio del Público que recibió en Alemania. Un equipo de música acompaña al melómano y pianista autor de Ma vie avec Mozart. Si Flaubert probaba sus textos leyéndolos en voz alta, Eric-Emmanuel Schmitt dice que su despacho -con un ancho ventanal abierto al horizonte y al cielo, y un generoso tragaluz- es su oreja. ‘Me encanta escuchar a los personajes. Sólo escribo cuando me hablan. Tengo el cielo enfrente y encima, y como en Bruselas el cielo es casi siempre blanco tengo la impresión de habitar en una página’. Su técnica es básica: dejarse llevar. ‘Empiezo a escribir a eso de las dos de la tarde. Y enseguida me entra el sueño’, lo que justifica la presencia del anchísimo diván frente al escritorio. ‘Me acuesto un rato y luego escribo toda la tarde. El sueño es como el pasillo por el que llegan los personajes. Cuando estoy agotado, echo otra cabezadita y los personajes se van’. Así sin parar, de forma natural. ‘La verdad es que yo no soy un escritor. Soy un escriba. Los personajes me dicen lo que tengo que escribir’.
***
ENTREVISTA / JON LEE ANDERSON
‘Un reportero tiene que ser inseguro’
Guillermo Altares
El dictador, los demonios y otras crónicas. Jon Lee Anderson. Traducción de Antonio-Prometeo Moya. Anagrama. Barcelona, 2010. 384 páginas. 21,50 euros. www.newyorker.com/magazine/ bios/jon_lee_anderson/
Además de ser uno de los mejores reporteros que recorren los azarosos caminos del mundo, como demuestra la recopilación de textos que publica Anagrama, El dictador, los demonios y otras crónicas, Jon Lee Anderson (California, 1957) tiene una profunda vocación de maestro. No sólo por su relación con la Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano, en la que da muchos talleres, sino por su voluntad de transmitir su oficio. Este encuentro tuvo lugar en Cartagena de Indias, recién llegado de Haití, durante el Hay Festival, al que acudió para hablar de América Latina, un continente que ha recorrido una y otra vez. Su español, colorista y divertido, es una mezcla de acentos, palabras y expresiones de los 20 países de habla hispana, desde Cuba a España, que demuestra un conocimiento profundo del terreno.
***
¿Se siente un dinosaurio, el último de una estirpe de reporteros que lo mismo cubren un terremoto en Haití que hacen un perfil del Rey de España?
Jon Lee Anderson – Espero no sentirme un dinosaurio, no me defino. Hago lo que hago y trato de seguir los instintos de lo que me apetece y me parece importante. Estoy al tanto de todas las conversaciones en voz alta sobre el porvenir y el destino del periodismo, si somos una especie en vías de extinción. Me doy cuenta de que soy uno de los reporteros que ha tenido una carrera en primera persona, no virtual, sino primaria. Aunque deje de ser periodista, seguiré llevando esa vida. No quiero otra forma de ver el mundo. Y no es un juicio de valor. Los jóvenes de hoy tienen algunas ventajas, algunos bagajes que nosotros no tuvimos. Su mayor reto va a ser superar el flujo de la información para adquirir contacto directo con la realidad, un contacto que yo necesité para aprender. Quería definirme a través de la experiencia propia. Tampoco se ha planteado el destino de los dinosaurios, los que se van a convertir en fósiles o los que se van a transformar en pájaros o cocodrilos para sobrevivir. Pueden ser brillantes y tener carreras pero enteramente virtuales, sin una experiencia primaria.
Siempre ha gozado para investigar y escribir reportajes es tiempo, porque es la materia de la que está hecho el periodismo. Tener tiempo para localizar y llegar al rey de las favelas, para seguir a García Márquez. ¿No cree que se está convirtiendo en un bien peligrosamente escaso?
J.L.A. – El hecho de que vivamos en un mundo informativo de 24 horas comenzó con la televisión, pero Internet ha marcado un cálculo de tiempo nuevo a los demás géneros. Las revistas informativas están empezando a perder su identidad. Llegué a Santo Domingo y vi televisión por primera vez en dos semanas. Fue interesante ver cómo todo el mundo estaba hablando de Haití, un país olvidado dos siglos. Ojalá vaya más allá de la inmediatez, del horror y del sentimentalismo fácil que busca siempre la televisión. Yo tengo la suerte de trabajar para The New Yorker, que sigue apostando por el reportaje de largo aliento. Internet va hacia las agencias de noticias, no nos suplanta a nosotros los cronistas, es un télex virtual.
¿Cree que podemos ir hacia una nueva edad de oro de la crónica, que paradójicamente ese periodismo lento del pasado sea también el del futuro?
J.L.A. – Las transiciones siempre son difíciles, pero creo que de esto podría salir un nuevo gusto hacia la crónica. Casi cada país de América Latina tiene nuevas revistas y una gran hambruna de jóvenes creadores que quieren comunicarse a través de la prosa, de la creación, pero siempre dentro de la no ficción.
Muchos medios tradicionales han hecho coberturas increíbles del terremoto en Haití porque han mezclado todos los géneros. Ha dado la sensación de que es un periodismo que se inventa sobre la marcha. ¿No cree que estos cambios representan también una oportunidad para el futuro de este oficio?
J.L.A. – En Haití hice dos blogs y entrevistas para la web. No sé si llegué a adquirir el gusto, pero no conseguí quitarme la impresión de que me estaba serruchando el suelo de la narrativa. Pero lo que sí he visto que me ofrece Internet es volver a visitar y comentar historias de hace años o meses, que me interesan. Desde luego es un perfeccionamiento del periodismo informativo, pero seguimos definiendo un poco el viento.
No deja de ser curioso comprobar cómo la crónica, un género inmediato, muchas veces condenado a ser arrastrado por el viento de la actualidad, acaba muchas veces por permanecer.
J.L.A. – Claro que permanece. Es historia, los primeros periodistas eran frailesque acompañaban a las expediciones, son las crónicas, los diarios. ¿Qué sabemos de la conquista de las Américas? Nos fascinan por su instantaneidad, nos llevan a un momento que ya no existe, como las cartas de Roger Casement desde el Congo.
En su perfil del premio Nobel Gabriel García Márquez recogido en El dictador, los demonios y otras crónicas, pasa por un barrio enorme de chabolas en Colombia y su conductor le dice: ‘El problema está ahí, toda la violencia está ahí’. Y vuelve a ese mismo tema en Brasil y ahora en Haití. ¿Toda la violencia viene de la pobreza?
J.L.A. – La mayoría. Viene de la riqueza también, de la arrogancia del rico que desdeña al pobre y no quiere compartir. América Latina está construida por grandes zonas, con grandes muros, muy bonitas, pero fuera hay chabolas y basura. En América Latina hay una estética de la injusticia que tiene que ver con los muros y con lo que tú ves. ¿Por qué hay secuestros en América Latina y no en Suiza o Suecia? Las sociedades injustas son las que padecen de violencia. En los sesenta, los que eran insurgentes antifascistas se han convertido en violencia criminal endémica y eso se va tragando a América Latina, desde Ciudad Juárez para abajo.
¿Cree que a todos los periodistas nos fascina el poder?
J.L.A. – El poder es el motor de la historia. El poder es fascinante. El poder es como la alquimia máxima, no existe pero existe, y cambia el mundo y lo mueve.
Manu Leguineche, maestro de muchos reporteros españoles, siempre dice que ‘vales lo que vale tu último reportaje’. ¿Está de acuerdo?
J.L.A. – En cierto punto sí. Yo creo que un reportero tiene que ser siempre inseguro, no convertirse en alguien que sigue una pauta, porque eso es el comienzo de la decadencia, deja de perseguir el mundo con ojos frescos, cree que lo sabe todo. Es un síndrome bastante común y humano.
***
El amigo de la infantería
Jacinto Antón
Brave men. La campaña de Italia 1943-1944. Ernie Pyle. Traducción de Librada Piñero. Tempus. Barcelona, 2009. 328 páginas. 24 euros.
En las filas del Ejército de EE UU le llamaban cariñosamente ‘the GI´s friend’, el amigo de los soldados de a pie (GI son las siglas de Government Issue y se usaron durante la II Guerra Mundial para denominar irónica y coloquialmente al sufrido combatiente de primera línea, ‘los chicos sin los que las guerras no pueden ser ganadas’). Ernie Pyle (1900-1945) fue uno de los mejores y más populares corresponsales durante la contienda, y seguir sus despachos, desde el paso de Kasserine hasta Ie Shima -donde lo mató una ametralladora japonesa-, supone recorrer los lugares más calientes de la guerra, incluidos Anzio y Monte Cassino, que no fueron precisamente balnearios.
Enjuto, tristón y enfermizo, con aspecto de gnomo tocado con su sempiterno gorro militar, poco ducho en estrategia -prefería Conrad a Liddell Hart- pero capaz de describir como nadie la vida, miserias y esperanzas del soldado en el frente (‘los chicos del lodo, la lluvia, la escarcha y el viento’), Ernest Taylor Pyle, de Dana, Indiana, era lo contrario al corresponsal machote y cínico que se agencia una metralleta Thompson y utiliza mucho el jeep y la palabra fiambre.
Baqueteado como reportero itinerante durante la Depresión, con su estilo directo y sencillo, lejos de la grandilocuencia y la épica, de penetrante simplicidad, emocionó con sus historias llenas de humanidad a toda una nación y a sus hombres en guerra, que lo adoraban. El general Omar Bradley llegó a decir: ‘Nuestros soldados parecen luchar mejor cuando Ernie está cerca’.
El cénit de su trabajo y una de las mejores crónicas de guerra jamás escritas fue la famosa La muerte del capitán Waskow, de una delicadeza y una contención magistrales. Enviada desde la línea del frente en Italia el 10 de enero de 1944, muestra en apenas un par de folios el cariño y sobrio homenaje de sus correosos soldados a un oficial de Tejas caído. Cuando uno de ellos toma la mano del cadáver y le dice ‘De veras que lo siento, señor’, es difícil que no se te llenen los ojos de lágrimas. Pyle ha tenido el raro privilegio para un corresponsal de ser convertido en personaje del cine de Hollywood (The story of GI Joe, donde lo encarnaba Burgess Meredith) y de cómic (es la inspiración del Ernie Pike creado por Héctor Germán Oesterheld y dibujado por Hugo Pratt). Tempus ha publicado Brave men (2009), una primera entrega (la segunda llegará en breve) de sus despachos desde Italia que incluye La muerte del capitán Waskow.
‘El soldado de primera línea que conocí había vivido durante meses como un animal y era un veterano en el feroz mundo de la muerte; en su vida, todo era anormal e inestable’, escribió el corresponsal. La propia vida de Pyle también lo era, inestable: dado a la bebida y a la melancolía, sufría mucho por su mujer alcohólica (‘that girl’), con la que se había vuelto a casar después de divorciarse de ella. Detestaba la guerra, que padecía no sólo física, sino espiritualmente, y se preguntaba cómo alguien que hubiera sobrevivido a una podía ‘volver nunca a ser cruel con algo, nunca más’. Antes de matarlo a balazos, la guerra casi lo mató varias veces de enfermedad y agotamiento, la fiebre del campo de batalla (‘en lugar de hacerme más fuerte, como los buenos veteranos, me estoy debilitando y cada vez tengo más miedo’). Lo resumió en una frase digna de un poema de Keith Douglas: ‘Pronto no quedará de mí más que mi pala y un caso ligero de pie de trinchera’ -algo que precisamente causó más bajas entre los GI´s que las Spandau, las MG42 alemanas-. Asediado por malos presentimientos, quiso volver a casa, pero el Ejército lo necesitaba tanto como a sus queridos GI´s y lo enviaron al Pacífico, y a la muerte.
***
Robinson fotógrafo
Antonio Muñoz Molina
Tichý. International Center of Photography. Nueva York. Hasta el 9 de mayo. www.icp.org
Sin moverse de su pueblo, Kyjov, una pequeña ciudad de provincia en Moravia, Miroslav Tichý, consiguió vivir como un náufrago en una isla desierta, un Robinson Crusoe cubierto con ropas que poco a poco se fueron convirtiendo en harapos, la cara escondida tras una pelambre salvaje en la que brillaban cada vez más los ojos sagaces y claros. Miroslav Tichý, que había sido un joven artista prometedor en Praga, hacia 1945, en el breve periodo de libertad después de la guerra, entre la derrota de los alemanes y la imposición del régimen comunista, conoció primero el naufragio del trastorno mental y luego del acoso político, pero en sus fotografías de juventud no hay nada que anticipe la figura de ermitaño y de afable misántropo que iba a rondar las calles y los parques de Kyjov desde los años sesenta. En las fotos de juventud, Tichý es un joven alto, de pelo rubio, con una franca cara eslava, con uno de esos trajes claros y holgados que visten en las películas de Hollywood los refugiados antifascistas del centro de Europa, Paul Henreid en Casablanca. Hacia 1968 la ropa que llevaba era una confusión de jirones asegurados con cuerdas y con trozos de alambre, y en una de las ocasiones en los que la policía lo encerró el informe sobre el estado de su higiene ocupaba unas sesenta páginas, e incluía el número de piojos que tenía en el pelo y la presencia, en un bolsillo, de una cucaracha viva.
A Miroslav Tichý la policía iba a buscarlo cada vez que había visitas de dignatarios comunistas a la ciudad o en vísperas de las fiestas oficiales, el 1 de Mayo, el aniversario de la Revolución Soviética. Él esperaba, sentado junto a una pequeña maleta en la que guardaba una muda de ropa, en el caos creciente en el que se había convertido con los años su vivienda diminuta, que era también su estudio de pintor y su laboratorio de fotografía. En un coche celular los policías lo llevaban al psiquiátrico penitenciario y allí se quedaba encerrado hasta que pasaban las fiestas o se iba el dignatario en visita oficial. Le cortaban el pelo y la barba, lo bañaban, le hacían cambiarse de ropa, y en cuanto salía a la calle empezaba otra vez el demorado naufragio. Lo que no le quitaron nunca fue su cámara fotográfica, quizás porque imaginaban que aquel artefacto hecho con cartones, trozos de plástico, carretes de hilo, chapas oxidadas de cerveza, elásticos de calzoncillos viejos, pudiera servir para algo, aparte de como distracción para las fantasías de un demente.
En su juventud, Miroslav Tichý había querido ser pintor. Admiraba a Matisse y al Picasso del periodo neoclásico: sus dibujos de mujeres, sobre todo, desnudos gráciles que estaban a medias entre la solvencia del dibujo académico y la instantaneidad en la observación de la vida. Como Degas, prefería dibujar de memoria, perseguir con la línea no lo que está delante de los ojos sino lo que ha sabido retener el recuerdo. En la Academia de Arte de Praga, con la llegada del régimen comunista, las modelos desnudas quedaron proscritas: el deber de los artistas sería desde ahora pintar recios obreros con monos de trabajo, alzando el puño, sosteniendo martillos.
En Praga la presión política era demasiado sofocante. Convenía más retirarse con cautela a la provincia de uno. Incapaz de instalarse en la conformidad, Tichý eligió ser un raro o un loco, entre ermitaño y bufón, un pordiosero que lograría su libertad de náufrago no pidiendo ni necesitando nada. Tenía un estudio y lo expulsaron de él y tiraron a la calle sus cuadros y sus cuadernos de dibujos. No correría peligro de que le sucediera de nuevo si dejaba de pintar. Para que no le quitaran otra vez su estudio la solución era no tenerlo.
Pero tampoco lo necesitaba. Todo dibujo ha sido ya dibujado; todos los cuadros están pintados ya. El dibujo, la pintura, el lienzo, el papel, eran compromisos, distracciones formales que lo apartaban a uno de lo único que de verdad tenía importancia, la realidad visible. La belleza a la que aspiraba el arte estaba en cualquier esquina, en medio de la calle: formas y líneas, contrastes, equilibrios de composición. Qué falta hacía una modelo, paralizada en gestos académicos, hastiada de permanecer inmóvil. En cualquier mujer más o menos joven que caminara por la calle o se sentara en un banco cruzando las piernas o quitándose los tacones para masajearse los pies doloridos estaba el catálogo de todas las artes; mujeres siempre vistas a una cierta distancia, quizás alarmadas por la aparición de la figura greñuda y familiar, quizás sonriendo con una cierta indulgencia divertida o tan absortas en sus pensamientos que no repararían en él, y menos aún en su cámara, muchas veces escondida entre los harapos.
Salía a caminar con la primera luz del amanecer y sólo regresaba a aquel cuarto que era más bien una madriguera en cuanto declinaba el sol de la tarde. Tomaba unas cien fotos diarias. Las fotos sucedían, sin que yo hiciera nada, sólo apretar el disparador. La lente era un trozo de plexiglás pulido con una mezcla de pasta de dientes y ceniza de cigarrillo. En las fotos ya reveladas se notan a veces las huellas de sus dedos sucios, las manchas de humedad del suelo en el que las amontonaba, las mordeduras de los ratones y de la polilla. Las enmarcaba a veces usando trozos recortados de cartón o subrayaba con un bolígrafo o una pluma alguna línea que hubiera quedado demasiado borrosa, o que a él le interesara resaltar. Las fotos no tienen títulos ni están fechadas. La tosquedad del procedimiento, la pobreza de los materiales, la prisa, el abandono, el efecto del tiempo, son atributos de su delicada extrañeza, del hechizo entre carnal y melancólico de la presencia femenina. Ni la ciudad ni el paisaje existen para Miroslav Tichý: sólo las mujeres, casi siempre un poco borrosas, por efecto de la distancia o del mecanismo rústico de la cámara hecha a mano, mujeres vistas de espaldas, caminando por una acera, sentadas en un café, con las piernas cruzadas y la falda por encima de las rodillas, tendidas al sol junto a una piscina, sonriendo desde el otro lado de una verja, bajando de un coche, intercambiando confidencias con las cabezas juntas, recogiéndose el pelo en la nuca, saliendo del agua con un deslumbramiento de sol en la piel morena, entrevistas de lejos cuando echan la cabeza a un lado antes de besar a un hombre. Filósofo en andrajos, como el Demócrito de Velázquez, con el que comparte la risa desdentada, Tichý asegura, incrédulo de que sus viejas fotos se vean por todo el mundo y estén ahora en una exposición en Nueva York, que todo no es exactamente el mismo sueño, el anonimato y la fama, las mujeres reales y las retratadas, fantasmas igualados por el paso del tiempo. Para tener éxito sólo es necesario hacer algo peor que nadie en el mundo, dice, muerto de risa, en un documental, bebiendo ron en un vaso opaco de mugre, como un Robinson Crusoe muy viejo que ya no abandonará su isla de basura.
***
El pensamiento de Albert Camus
Carlos Fuentes
Hijo de la luz y de la sombra. Joan Manuel Serrat. Sony / BMG. Sale a la venta el próximo martes día 23. La gira comenzará el 27 de marzo en Elche (Alicante). www.jmserrat.com.
El Nobel francés desarrolló sus ideas en contra de toda ‘ideología totalitaria’. Su condición de escritor-periodista le permitió ver el terror como un correlato de la Historia, y su tensión entre lo inevitable y lo insustituible
Los hombres y mujeres de mi generación leímos ávidamente a dos autores franceses: Albert Camus y Jean-Paul Sartre. Contemporáneos entre sí, representaban para muchos de nosotros una modernidad conflictiva. Acaso Camus era mejor escritor
que Sartre, aunque éste nos diese obras como La náusea, Las palabras, los ensayos críticos de Situaciones y el gran estudio sobre Jean Genet, al lado de obras dramáticas que André Malraux consideraba ‘Teatro de Bulevar’ y de libros filosóficos densos. Camus, en cambio, escribió novelas de estilo diáfano (El extranjero, La peste, La caída), obras de teatro discutibles y ensayos extraordinarios (El mito de Sísifo, El hombre rebelde ) que lo llevaron a separarse de Sartre, pues mientras éste denunció la invasión de Hungría y al estalinismo, propuso un marxismo ‘particular’ adaptado a la realidad de cada país. Camus, en cambio, desarrolló un pensamiento opuesto a toda ‘teología totalitaria’, consciente del absurdo humano y de las formas de la rebelión histórica, conduciendo a una reflexión sobre el terrorismo, de gran actualidad. Sartre y Camus: hermanos en la posguerra, enemigos en la guerra fría. Subrayo que Camus, ante todo, fue un periodista totalmente inmerso en la reconstrucción de los órganos de opinión pública franceses después de la guerra y de la ocupación nazi. Como director del diario Combat (digno de su nombre) Camus se negó a admitir que la prensa fuese refugio de ‘literatos reprimidos, filósofos amargados o profesores arrepentidos’. El periodismo no era exilio: era reino, y en el reino de la prensa, lo efímero es lo que definía la condición humana. Los peligros del periodismo, según Camus, eran someterse al poder del dinero, halagar, vulgarizar, mutilar la verdad con pretextos ideológicos: el desprecio al lector. En cambio, una prensa libre, inteligente y creativa respeta a las personas a las que se dirige y cuando lo hace, es el oficio más hermoso. Le irritaba que alguien pudiese ser periodista y despreciar el oficio. Claro que ser periodista significa hacerse de enemigos. Mas ¿no es esto inevitable en una sociedad de ‘la malignidad, la denigración y la mentira sistemáticas’? Camus estaba muy cerca de otro premio Nobel de Literatura, François Mauriac, cuando éste declaraba que el periodismo ‘es el único género al que le conviene la expresión de literatura comprometida’. Y añadía Mauriac que él no separaba el valor literario del valor del compromiso. Para Camus, periodismo era cultura y lo que degrada a la cultura conduce a la servidumbre. Señalo lo anterior para llegar al tema que obsesionó a Camus y que hoy está en el centro de la preocupación política nacional e internacional: el terror. Aplicado a la política a partir de la Revolución Francesa entre 1793 y 1794, el terror fue visto por Camus como un correlato de la historia. El hombre no nació para la historia, explicó Albert Camus, pero la historia nos impone deberes a los que no podemos negarnos. Uno de ellos es oponernos a quienes creen que poseen, absolutamente, la razón –los dogmáticos–y tratan de imponerla en nombre de la verdad. Pero la verdad, se pregunta Camus, ¿no es ‘misteriosa, huidiza y debe ser siempre reconquistada’? El pensamiento totalitario dice que no. La verdad ya existe y yo –Iglesia, Estado, empresa, partido– ya la poseo. ¿Y quienes la sufren? Camus toma partido no al servicio de quienes hacen la historia, sino a favor de quienes la sufren. El terrorismo es una forma extrema de dar la muerte y justificarla, conduciendo a las bodas sangrientas del terror y la represión. En nombre de la razón, el terrorismo abdica de la razón, pone la fuerza al servicio del mal hecho a los demás y representa una energía desviada y cruel. El terrorismo mutila a quien comete el acto y también al que lo sufre. Y Camus no obvia la verdad. Puede haber un terrorismo individual, pero también un terrorismo ideológico y religioso y un terrorismo de Estado. Que cada cual se ponga el saco que le convenga.
Hay una tensión permanente, nos advierte Camus, entre lo inevitable y lo injustificable. Es posible que el fin justifique los medios, ¿pero quién justifica el fin mismo? Esta gran cuestión política no la resuelve Camus. La plantea. Lo hace, claro, a partir de su condición de escritor-periodista, ensayista, novelista, autor dramático. Capturado – como todos – entre la voluntad de ser moral y todo lo que le impide serlo. Entre las ganas de ser dichoso y la imposibilidad de acceder a una dicha plena. Camus recibió el Premio Nobel de Literatura en 1957, a los 44 años, como si Estocolmo previese, apresurada, la breve vida del escritor. Porque su distancia de lo que entonces pasaba por ortodoxia (de derecha o de izquierda) le valió toda suerte de epítetos. Boy scout, moral de la Cruz Roja, escritor edificante, santo sin Dios, experto en coartadas, traficante de amigo, ahora enemigo, Sartre: ‘Camus escribe demasiado bien’. Camus respondería que no se gana la justicia condenando a varias generaciones a la injusticia. Que existen la belleza y los humillados: ¿cómo serle fiel a ambos? Que más vale no agradar que doblegarse para quedar bien. Que la fama es un entierro prematuro porque niega el futuro y el derecho que todos tenemos de cambiar. Que no importa el tiempo que nos conceda la vida, sino cómo empleamos el tiempo.
Y que no nos podemos separar de la historia, pero la podemos enfrentar críticamente. Muy discutida fue la posición de Camus respecto a su patria natal, Argelia. El autor se ganó severos ataques por recordar que Argelia no era sólo musulmana, que no debía ceder ante los fanáticos y que al cabo era necesario vivir juntos y en paz o morir juntos y en guerra, acentuando la soledad de argelinos y franceses, así como la desgracia de ambos.
Superada por la historia tal disyuntiva, cabría hoy hacer la misma pregunta a israelíes y palestinos, pues la oportunidad de convivir, entender y abandonar el odio y la violencia son opciones constantes de la historia y la historia, nos recordó Albert Camus, es la tensión entre lo inevitable y lo insustituible.