En los últimos meses han caído en mis manos tres textos sumamente incentivos, con enfoques diversos pero de materia común: educación, instrucción, lectura y enseñanza de Humanidades en el alma mater. Me refiero a la obra de David Ulin, The Lost Art of Reading. Why Books Matter in a Distracted Timeque un exestudiante mío de Boston tuvo la amabilidad de enviarme, a Adiós a la universidad. El eclipse de las Humanidades de Jordi Llovet y al ensayo de Francisco Márquez Villanueva, Educación y sociedad. El tema es candente, dada la actual y vertiginosa revolución tecnológica que compite victoriosamente con el libro con el que hemos convivido desde la infancia, y he hallado ecos de él en la prensa en papel a mi alcance: “¡Guillotina para Gutenberg!” de Jesús Ferrero, respuesta de Vicente Molina Foix a Jorge Volpi y las sarcásticas e incisivas páginas de Rodrigo Fresán en el número de noviembre de Cuadernos Hispanoamericanos.
Antes de abordar una modesta reflexión en el asunto quiero dejar bien clara mi situación personal ante él. La de un patético o socarrón Neandertal que no perdió el tren en marcha en el siglo XX sino en el XIX. La de alguien que escribe a mano y no ha tecleado nunca una Olivetti ni una Remington. Que tacha, reescribe y tacha de nuevo con un vulgar bolígrafo. Que no tiene la menor idea de lo que es iPad, Wii, Xbox o Mac Book Avi. De un indígena de las islas polinesias o de las comunidades indoamericanas anteriores a la llegada de las luces salvíficas del Progreso y la Ciencia. De un ochentón al que sus ahijados marrakchís, poco dados a la lectura, pero al tanto de los últimos artilugios de la tecnología, contemplan con cariñosa conmiseración.
El dilema que se plantea a quienes sostienen posiciones tildadas de anticuadas, por no decir de supervivientes de un universo cognoscitivo amenazado, como la defensa del libro en papel, la lectura como elemento esencial en la formación del espíritu humano o la preservación en cada uno de nosotros del acervo cultural de un pasado lo más amplio y diverso posible frente al conocimiento instantáneo y efímero que nos brinda la continua innovación tecnológica, me retrotrajo a la experiencia de los años en que presidí al jurado de la Unesco para la elaboración, con un grupo de antropólogos e historiadores, del concepto de Patrimonio Oral e Inmaterial de la Humanidad. Allí se discutió también con vehemencia del contenido y alcance de los términos instrucción y cultura que, lejos de ser sinónimos, difieren y a veces se contraponen. Recuerdo la fuerte impresión que me produjo la lectura de un ensayo del historiador anglo-hindú de las artes tradicionales, Ananda K. Coo-moraswany, titulado La ilusión de la instrucción. Para este gran defensor de las lenguas cultas pero sin alfabeto y de las milenariastradiciones orales, no solo del subcontinente indostánico y Ceilán sino asimismo de otras partes del planeta colonizado por las potencias europeas en razón de nuestra presunta civilización superior y ecuménica, la instrucción supuestamente educativa “no es nunca creadora, sino un arma de doble filo, siempre destructiva, ya sea de la ignorancia, ya del conocimiento” e “imponer nuestra instrucción a un pueblo culto pero iletrado equivale a destruir su cultura en nombre de la nuestra”. Basándose en su vasta experiencia -precursora de la de René Guénon y Claude Lévi-Strauss-, del avasallamiento de las culturas juzgadas inferiores por el progreso tecnocientífico de Europa y Estados Unidos, lamentaba el olvido forzado de numerosas lenguas de Asia, África, Oceanía e Indoamérica, lenguas cuyo vocabulario de uso cotidiano ascendía a más de 3.000 vocablos, por un inglés estándar de 500 o 600 palabras, en su mayoría de una o dos sílabas. Esa lingua franca que es el norteamericano utilitario de hoy fue definido hace ya más de medio siglo por Margaret Head “como una lengua unidimensional, orientada hacia la descripción de aspectos exteriores del comportamiento y pobre en matices”. Dicha estrategia, al servicio de unos intereses económicos que conducirían a la presente “globalización”, no garantizaba en absoluto, como sabemos, la capacidad de leer una página impresa (no ya de Shakespeare sino de Kate Morton), sin entender las ideas que contiene y expresa. La conclusión de Ananda K. Coomoraswany es inquietante: sabemos hoy más y más cosas, pero cada vez menos importantes.
Quienes nos esforzábamos en salvar lenguas y tradiciones desamparadas en una batalla perdida tal vez de antemano, no podíamos sospechar que la era Gutenberg, que extendió nuestra civilización por el planeta, en su doble vertiente destructiva para unos y creadora para otros, iba a sufrir pronto una sacudida que golpearía sus cimientos, y que los nuevos náufragos del conocimiento e ilustración que encarnaba podríamos ser nosotros. La rauda sucesión de portátiles y tabletas cada vez más ligeros, que ponen la totalidad del saber al alcance de la mano -lo mismo en la de un culto que en la de un ignaro: basta con saber manejar la última y más astuta innovación-, ¿van a arrinconar el libro y la prensa en papel, las bibliotecas y librerías, como predican tanto los optimistas ingenuos del progreso continuo como muchos pesimistas marginados por él? El hecho incontestable de que el amor a la lectura ha bajado entre los jóvenes, que el nivel del estudiantado decae paulatinamente en los últimos 20 años, que numerosas librerías cierran y, mientras en la planta de cualquier FNAC donde se expone la infinita gama de ordenadores, artefactos de comunicación virtual y video-juegos rebosa de un público curioso y ávido, la de los libros en papel atrae tan solo a un puñado de personas interesadas en su mayor parte por el último superventas de tema policiaco-esotérico o por los libros de cocina, como comprobé en Barcelona, Madrid y Casablanca, enciende una lucecita roja y debe hacemos reflexionar.
Si la ciencia y el progreso industrial de Occidente avasallaron en los pasados siglos las culturas “atrasadas” del llamado despectivamente Tercer Mundo, imponiendo en sus élites un lenguaje de comunicación rápido que empobrece el saber de los iletrados y lo reemplaza por una jerga común a las personas de una misma profesión al servicio de sus intereses comerciales y estratégicos, hoy el cambio afecta -salvando las distancias existentes entre un caso y otro- a la juventud “conectada” de todo el planeta, a la que el saber no rentable, excepto para una minoría, ha dejado de interesar. ¿Para qué partirse la cabeza leyendo a Joyce o Kafka, si Google te procura en un instante el catálogo de todas las obras y autores habidos y por haber? Repasar las páginas de En el jardín de los senderos que se bifurcan (“sospecho que la especie humana -la única- está por extinguirse y que la Biblioteca perdurará”) deja en el lector de Borges un sabor agridulce. Nadie podrá pasear por “ese hermoso jardín que es un armario lleno de libros” (Sahrazad dixit), husmear sus estanterías, escoger un ejemplar y hojearlo en el Kindle. Las bibliotecas no interesan sino a una tenaz cofradía de doctos y estudiosos. Para quienes conectan con el mundo virtual, la conciencia de tener el saber condensado a su alcance les dispensa de perder el tiempo en la lectura. El resultado de ello, analizado por Ulin, Jordi Llovet y Márquez Villanueva, lo resume Rodrigo Fresán en su ya citado artículo: “La pérdida de la capacidad de concentración que procura la lectura larga y tendida (ha sido) suplantada por la voraz disposición para consumir telegráfica y espasmódicamente frases de 140 caracteres y por la cada vez menor capacidad de hacer memoria, porque disponemos de un cerebro exterior y eficiente, llamado Google”.
Sí, sabemos hoy más y más cosas, y cada vez menos importantes. El dios Mercado se arroga el papel de principal educador: ha sustituido al profesorado en su tarea gracias a una publicidad omnímoda que subyuga a niños, adolescentes y jóvenes superconectados con la Red y ha reducido su vocabulario a una serie de sintagmas abreviados como los del GMS, en el idioma estándar con el que se comunican millones de usuarios de los renovados prodigios de la alta tecnología. Ciertamente, las Humanidades y el estudio de las lenguas clásicas son poco rentables en un mundo en crisis, pero no creo con todo en las predicciones sombrías sobre el fin del libro y la prensa en papel. A diferencia de las frágiles tradiciones orales a las que antes me refería, el potencial cognoscitivo del cerebro humano ligado a aquellos tiene raíces más sólidas. Son millones las personas que no se resignan a perder la memoria activa de lo creado en el presente y los pasados siglos. Ochentones como yo, pero también gente de todas las edades, como aquella hermosa joven que leía, subrayaba y anotaba a mi lado, en la sala de espera de un aeropuerto, las páginas de la biografía de Sor Juana Inés de la Cruz, de Octavio Paz. Su interés apasionado por el libro me emocionó, y pensé que mientras existieran personas como ella, la Biblioteca borgiana no desaparecería.
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Juan Goytisolo é escritor