A principios de esta semana, un hombre se subió a un escenario en el centro de Londres y cantó una canción sobre un tipo que asesina a su novia en un ataque de ira y celos. La letra parecía echar la culpa, sobre todo, a la mujer. Desde una grada próxima contemplaban al cantante el primer ministro británico, gran parte de la familia real y el arzobispo de Canterbury. Seguían el ritmo e incluso coreaban el estribillo: “Why, why, why, Delilah?”. Algunos, incluso ondeaban pequeñas Union Jack, las banderas del Reino Unido, para celebrar esa agradable balada de crímenes y asesinatos (“sentí el cuchillo en mi mano y ella dejó de reír”). Se me ocurre una pregunta: ¿por qué la policía no se apresuró a detener a todos, los príncipes, el primer ministro y el arzobispo, en virtud de la sección 5 de la Ley de Orden Público del Reino Unido?
No sea absurdo, dirán. ¿Pero sería más absurdo que apelar a esa misma sección 5 para detener a un estudiante por decir a un policía montado “disculpe, pero no sé si se dado cuenta de que su caballo es gay”? ¿O a Kyle Little, de 19 años, acusado y condenado —aunque luego absuelto tras el recurso presentado— por lanzar lo que se calificó de “un gruñido tonto” y un “guau guau” a dos perros labradores? ¿O a un chico de 16 años al que citaron ante el juez por presentarse ante la sede central de la Iglesia de la Cienciología en Londres con un cartel que decía “La cienciología no es una religión, es una secta peligrosa”? (Que conste que, al repetir aquí esas palabras, las asumo como propias. Agentes, ya saben dónde localizarme.)
¿O al activista de los derechos de los homosexuales Peter Tatchell, detenido y acusado de gritar eslóganes y mostrar pancartas que criticaban a los Gobiernos islámicos por perseguir a gais, bisexuales y transexuales durante una concentración de la organización Hizb ut-Tahrir? ¿O a un predicador cristiano evangélico condenado y multado por mostrar un cartel casero en el que, junto al lema “Jesús es el Señor”, proclamaba “No a la inmoralidad, no a la homosexualidad, no al lesbianismo”?
Una ley cuyo propósito es prevenir el acoso se ha convertido en una licencia para que la policía acose a ciudadanos corrientes
Todos estos son casos reales en los que la policía británica ha abusado de una ley redactada con tal vaguedad que invita a cometer dichos abusos. Por eso se ha constituido hace poco una coalición nada habitual, formada por cristianos, ateos, activistas de los derechos de los gais y políticos de todas las tendencias, para poner en marcha una campaña que pretende modificar la sección 5 de la ley. Sin embargo, si lo que queremos es una plataforma transparente y segura para la libertad de expresión en Reino Unido, necesitamos ir más allá.
La sección 5 de la Ley de Orden Público de 1986 dice que una persona “es culpable de un delito si (a) emplea palabras o conductas amenazadoras, abusivas o insultantes, o (b) exhibe un texto, cartel o cualquier otra representación visible que sea amenazadora, abusiva o insultante, al alcance del oído o la vista de una persona que probablemente vaya a sentirse acosada, alarmada o angustiada por ello”.
Esta redacción tan polivalente tiene dos pegas. El primero que, a diferencia de la sección 4 de la misma ley, y de la legislación británica sobre la incitación al odio por motivos religiosos o de orientación sexual, no requiere ninguna prueba de que haya intención de causar acoso, alarma o angustia. El criterio por el que se rige es “probablemente”. ¿Quién decide lo que es “probablemente”? En la calle, la policía. Sí, ya sé que después la fiscalía de la corona puede decidir no perseguir, y el tribunal puede desestimar el caso —Reino Unido no es Ucrania—, pero, mientras tanto, el chico de 16 años que quiere defender un argumento totalmente razonable y el estudiante que cuenta un chiste malo son quienes tienen que padecer una alarma o una angustia innecesarias. Una ley cuyo propósito es prevenir el acoso se ha convertido en una licencia para que la policía acose a ciudadanos corrientes.
Luego está la palabra “insultante”. Uno de los argumentos que ha utilizado el Gobierno para oponerse a su eliminación es que entonces los tribunales tendrían la ingrata tarea de distinguir entre lo que es meramente insultante y lo que es abusivo o amenazador. En una opinión legal redactada el año pasado, Lord (Ken) Macdonald, antiguo director de la fiscalía pública de Reino Unido, echaba por tierra esta objeción. Es perfectamente posible distinguir entre los significados de las palabras; es lo que hacen los jueces todo el tiempo. Y lo de “insultante” es ir demasiado lejos. En una sociedad libre, debemos tener la libertad (aunque, por supuesto, no la obligación) de insultar, pero no de amenazar ni humillar.
Si queremos que las leyes británicas sobre libertad de expresión sean claras, liberales y coherentes, no solo deberíamos eliminar la palabra “insultante” de la sección 5, sino la sección 5 entera. (Podría alegarse que también deberíamos eliminar la palabra “insultante” de la sección 4, aunque esa parte se ocupa, y hace bien, de las verdaderas amenazas de violencia). También deberíamos restablecer el requisito de demostrar la mala intención (que figuraba hasta 1976) en el texto sobre la incitación al odio racista, para que sea coherente con la ley sobre incitación al odio por motivos religiosos o de orientación sexual. Un país maduro y multicultural debe ser capaz de tener unas leyes de libertad de expresión que exijan siempre que, sean cuales sean las diferencias que mantengan unas personas, esté claro que el acoso, la alarma o la angustia son intencionales y probables.
En una sociedad libre, debemos tener la libertad de insultar, pero no de amenazar ni humillar
Todo esto debe verse en un contexto más amplio. El fin de semana pasado, pensé que iba a sentir total indiferencia respecto a las celebraciones del jubileo de diamantes de la reina. Sin embargo, sentí una extraña emoción —insúltenme si quieren, con toda confianza— al ver el concierto delante del palacio de Buckingham (que incluyó a Tom Jones cantando su famoso éxito Delilah), el servicio de acción de gracias en la catedral de San Pablo y las majestuosas valkirias británicas del coro de cámara del Royal College of Music que, empapadas hasta los huesos por la lluvia, en lo alto de la barcaza orquestal que recorría el río Támesis, cantaban a grito pelado y con una sonrisa: “¡La tierra de la esperanza y la gloria, la madre patria de la libertad!”.
Pero esa “madre”, hoy, es historia antigua. Los británicos actuales, los descendientes de esa madre, no somos tan libres como solemos pensar. Somos menos libres por culpa de unas pesadas cadenas medio sumergidas, como el poder de los medios de comunicación de Rupert Murdoch, cuya dimensión, por fin, estamos conociendo ahora, y una policía superpoderosa, que se ha dedicado a encerrar a manifestantes inofensivos mientras se acomodaba en el bolsillo del magnate de la prensa.
Debemos bajar los humos y poner en su sitio a toda esa gente. No es un asunto partidista. Es un asunto que tiene que ver con la libertad. Y con lo que significa ser británicos.
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[Timothy Garton Ash é catedrático de Estudos Europeus na Universidade Oxford, investigador titular no Hoover Institution da Universidade Stanford. Seu último livro é Los hechos son subversivos: ideas y personajes para una década sin nombre; www.timothygartonash.com]