Lo que más llama la atención de México, cuando uno se para a pensar un momento, es que la gran mayoría de sus ciudadanos se despiertan en sus camas por las mañanas, se lavan los dientes, desayunan, se van al trabajo en coche o en autobús o en metro o a pie, comen su “lunch” (pronunciado “lonch” en mexicano) a mediodía, vuelven a casa, cenan, ven televisión y a dormir, que mañana se repite la historia. Puedo constatar que lo que cuento es verdad. He vivido en el DF y me he recorrido el país de arriba abajo varias veces. La vida de los mexicanos es, en la mayor parte de los casos, de una rutinaria normalidad.
Lo cual no solo es sorprendente, es digno de admiración. Habla extraordinariamente bien de la capacidad de convivencia civilizada del mexicano. No me refiero al contexto de ultra violencia que ha generado el narcotráfico. Porque no es ese el contexto en el que vive la mayor parte de los ciudadanos y, además, es un fenómeno relativamente reciente, del año 2006, cuando el Gobierno les “declaró la guerra” a los carteles. No, a lo que me refiero es al hecho de que México es, como ya escribía Graham Greene en los años treinta, un país sin ley. Los policías son ineficaces y/o corruptos, las fiscalías son ineficaces y/o corruptas, los jueces son ineficaces y/o corruptos.
No hay Estado de derecho en México. O no uno que funcione. Es decir, México, por más elecciones que haya celebrado a lo largo de los últimos 80 años, no es una auténtica democracia. Es un país en el que rige la ley de la selva, el espíritu de sálvese quien pueda. Debería de reinar una anarquía feral; los disturbios que se vieron hace un par de semanas en Londres deberían de ser la norma cotidiana. Pero no. Al contrario. La gente se porta en general con decente moderación. Esto es lo admirable. La sociedad funciona. Es el aparato estatal encargado de administrar las leyes el que es anárquico y feral.
No existe a día de hoy ninguna razón de peso para creer que su pesadilla vaya a acabar
Esto lo sabía muy bien un fotógrafo periodista llamado Sergio Dorantes cuando se dictó orden de captura contra él en diciembre de 2003 por el supuesto asesinato de su exesposa, Alejandra Dehesa. Por eso huyó del país y buscó refugio en Estados Unidos. Escribí sobre él en EL PAÍS en 2005. Lo volví a hacer en 2008, y repito ahora otros tres años más tarde. Lo hago porque lo conozco -he trabajado con él- y porque su caso es tristemente emblemático de lo que el sistema judicial mexicano ha hecho a miles y miles de personas. Le han destruido la vida. En el caso de Dorantes, una vida muy buena, fruto de una enorme disciplina, ambición y trabajo.
Nacido en la pobreza, Dorantes emigró no a Estados Unidos sino a Inglaterra cuando tenía 24 años, aprendió fotografía, volvió a México 18 años más tarde y se forjó una brillante carrera, trabajando para prácticamente todos los periódicos y revistas más importantes del mundo occidental. Se casó, se separó y en julio de 2003 encontraron a su exesposa muerta, con un cuchillo clavado en el cuello, en la oficina de la revista Newsweek, donde ella trabajaba. La policía lo identificó como el principal sospechoso, pero, pese a los esfuerzos de la fiscalía, un juez dictaminó que no existían pruebas contra él. Poco después el juez fue remplazado por otro, más ameno a los deseos de los agentes investigadores, y ordenó que Dorantes fuera detenido. Fue entonces cuando se fugó.
Dorantes permaneció en Estados Unidos durante cinco años. Fue una dura odisea: parte del tiempo prófugo, parte entrando y saliendo de cárceles, parte recibiendo ayuda de ciudadanos estadounidenses escandalizados por la injusticia a la que se le había sometido hasta que, a petición del Gobierno mexicano, un juez californiano ordenó, en 2008 y muy a su pesar, su extradición.
Dorantes, que hoy tiene 65 años, podría haber apelado la sentencia pero decidió volver a México, convencido, tras persuadir al brillante abogado mexicano Alonso Aguilar Zínser de que lo representara, de que pronto sería declarado inocente y puesto en libertad.
¿Cuál es la injusticia? Es sencilla, y grotesca, pero nada sorprendente en el contexto mexicano. El argumento “legal” contra Dorantes se basa en una “prueba” (es difícil evitar la torpeza de poner estas palabras entre comillas), la de un “testigo” que dijo haberle visto salir corriendo del lugar del crimen a la hora en que supuestamente ocurrió (aunque incluso la hora, tal fue la incompetencia de la investigación, no se sabe con exactitud). En una declaración extremadamente detallada, revelando una memoria prodigiosa, el testigo, Luis Sánchez, le atestó una puñalada moral a Dorantes. Un año y medio después, en diciembre de 2005, Sánchez se retractó. Apareció ante el Ministerio Público y dijo que su testimonio anterior había sido mentira; que el guion lo había preparado una agente que participaba en el caso, y que la misma agente le había pagado 1.000 pesos (unos 56 euros) para que lo hiciera.
Tan convincente fue la retracción que Sánchez fue condenado a seis años de cárcel por declarar en falso. Nada más lógico, nada más abrumadoramente justo en aquel momento, a finales de 2005, que declarar acabado el caso contra Dorantes, pedirle mil disculpas y desearle todo lo mejor. Pero no fue así. El ministerio público ocultó la retracción de Sánchez al abogado de Dorantes y esta solo salió a la luz por pura casualidad, gracias a la curiosidad de un joven empleado de la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal, nueve meses después. Aún así, el proceso de extradición contra Dorantes continuó, lo encarcelaron en Estados Unidos y lo encarcelaron después en México. Tres años después, con su salud en pésimo estado y su cuenta bancaria vacía, sigue preso en el Reclusorio Oriente de la Ciudad de México. Pese a los esfuerzos de su abogado Aguilar Sinzer, no existe a día de hoy ninguna razón de peso para creer que su pesadilla vaya a acabar.
La violencia que genera el narcotráfico tiene que ver con la debilidad de sus instituciones
No se sabe muy bien qué es lo que motiva al aparato judicial mexicano en su vendetta contra Dorantes; ni quizá ellos lo sepan. Es el laberinto surreal de El proceso de Kafka (primera línea del libro: “Alguien debía de haber calumniado a Josef K., porque, sin haber hecho nada malo, fue detenido una mañana”) hecho realidad. Es, por elegir una analogía más contemporánea, la otra cara de la moneda de lo ocurrido en el caso de Dominique Strauss Kahn, que fue puesto en libertad por la fiscalía neoyorquina al descubrirse que la testigo en su contra no había necesariamente mentido en lo esencial al mantener que él la había violado, sino que, en términos generales, no era una persona creíble.
La vida y la reputación de Dorantes, tan admirable y decente como la de la mayoría de los mexicanos hasta que tuvo la mala suerte de toparse con la trituradora de la “ley”, han sido destruidas por el sistema judicial mexicano, un sistema, por así decirlo, que ha hecho lo mismo con infinitamente más mexicanos, mucho más indefensos que él, a lo largo de muchos años. Los carteles del Golfo, de Juárez, de Sinaloa, de Tijuana y las Zetas también han destruido miles de vidas desde que el Gobierno mexicano les declaró la guerra en 2006. Unos destruyen de manera descarada y sangrienta; los otros, los responsables en teoría de proteger a los ciudadanos, lo hacen de manera más sutil e insidiosa, pero cobrando, a la larga, más víctimas.
La violencia que genera el narcotráfico en México tiene que ver más con la debilidad y la corrupción de sus instituciones de seguridad y justicia que con la fortaleza de los propios criminales. El Gobierno mexicano sí tiene que declarar la guerra. Pero se ha equivocado de objetivo. El enemigo público número uno vive en casa.