Jill Abramson, la primera mujer directora de The New York Times, iba hacia un gimnasio en el centro de Manhattan, una mañana de mayo de 2007, cuando un camión frigorífico la atropelló. Fractura de pelvis y pierna, lesiones internas, transfusiones de sangre, placas de metal, tres semanas en el hospital, meses en una silla de ruedas, luego muletas, luego un bastón. Un año después estaba escalando una montaña en el parque nacional de Yellowstone. Se resbaló, cayó por la ladera, se rompió la muñeca y se dislocó el hombro. Tuvieron que llevarla en helicóptero al hospital, donde los cirujanos le insertaron una placa de metal más.
Jane Mayer, amiga íntima de Abramson y corresponsal de The New Yorker en Washington, insistía en una entrevista en que sigue siendo difícil encontrar a una mujer que ocupe un cargo importante en cualquier empresa o institución a la que no se califique de “dama de hierro”. Abramson otorga contenido literal, además de figurado, al término. Sus colegas la consideran dura, tenaz, adoradora de retos, una mujer que necesita demostrar lo que vale. Después de un accidente que estuvo a punto de matarla e hizo que, durante un tiempo, pensara que nunca más iba a volver a andar, tuvo que demostrar que sus huesos reconstruidos eran aún capaces de escalar montañas; hoy está empeñada en demostrar que una mujer puede asumir y conquistar el puesto más importante del periódico más admirado del mundo en una era informativa dominada por Internet en el que el futuro del sector sería incierto incluso aunque no hubiera crisis económica; en el que la supervivencia del periodismo, tal como lo conocemos, está en duda y en el que estar al frente de The New York Times exige más horas de trabajo, más versatilidad y más finura de juicio que en ningún momento. Probablemente, desde que el periódico se fundó hace 160 años.
El desafío es tan enorme que me pareció natural preguntarle enseguida, durante una entrevista que mantuve con ella en su despacho a dos meses de haber asumido el cargo de directora, si haber sido atropellada por un camión y luego caer de una montaña le habían empujado en algún momento a revisar sus prioridades, a pensar en moderar sus ambiciones terrenales, incluso en abandonar los avatares del periodismo diario por completo. La pregunta le pareció absurda. “¿Harta del periodismo?”, replicó, incrédula. “¿Harta de la vida?”.
O jornalismo é para ela como as ordens sagradas para um sacerdote
Su respuesta no tenía el menor atisbo de ironía. El periodismo, no deja duda alguna, es mucho más que un trabajo para ella; es una vocación. Como las órdenes sagradas para un sacerdote. Prácticamente lo reconoció en nuestra entrevista al señalar que The New York Times había sido para ella, desde que era muy joven, “como una religión”, lo cual inmediatamente reforzó la impresión que uno tiene como periodista europeo: nuestros homólogos estadounidenses, y especialmente los 1.200 que trabajan para The New York Times, son fundamentalmente diferentes de nosotros. En la seriedad con que se toman a ellos mismos, en su sensación de pertenecer a una gente elegida. Podrán ser irreverentes en algunos casos, pero en el fondo se creen que han ascendido a la cima de una profesión que ellos contemplan con un altísimo grado de seriedad ética. La indignada espontaneidad de la respuesta de Abramson a mi pregunta, la imagen religiosa que eligió para describir su relación con el periódico, sirvieron para reforzar el solemne estereotipo. Y para confirmar su idoneidad espiritual como defensora de la fe, como titular de un cargo que contiene, a juicio de la mayor parte del mundo del periodismo estadounidense, y de algunos admiradores en otros países, un prestigio y una autoridad papal.
Sin embargo, no existe ninguna pompa ni en su porte ni en el despacho desde el que gobierna. Apartado en un rincón anodino de la cavernosa, arquitectónicamente vanguardista redacción de acero y cristal a la que el equipo de The New York Times se trasladó en 2007, después de abandonar el rancio edificio que había ocupado el periódico durante los 100 años anteriores, el puesto de mando de Abramson es una celda monacal en comparación con los ostentosos aposentos con los que directivos menos importantes de Manhattan recompensan sus triunfos. Una secretaria me llevó hasta allí y me quedé solo unos minutos hojeando un libro que acababa de publicar cuando sigilosamente, sin que apenas me diera cuenta, entró. De 57 años, menuda y esbelta (la persona más baja de la sala en la que después asistimos a una reunión para decidir la primera página), con el cabello cuidadosamente planchado en torno a un rostro ovalado, se sentó en un sofá que podría haber sido de Ikea sin presentarse ni preguntarme mi nombre ni hacer amago de estrecharme la mano. Lo único que dijo fue “hola”. No tímida, sino segura de sí misma, estuvo sentada durante toda la entrevista con las piernas cruzadas como un hombre, el tacón del zapato derecho sobre la rodilla izquierda. Muy de vez en cuando soltaba una risa seca y ligera, pero, por lo demás, se mantuvo serena como un monje, o una monja, salvo por el traje elegante y discreto que llevaba y el ancho pañuelo de seda en unos tonos verdes y violetas propios de la vidriera de una iglesia. Me senté en otra silla, en perpendicular a ella, y le pregunté sobre su libro, el primero que ha escrito por sí sola (escribió hace tiempo con su amiga Jane Mayer uno sobre el escándalo del juez de Washington Clarence Thomas).
Para alguien cuya carrera periodística se había centrado en explicar los laberintos de la política de Washington, este libro parecía representar cierto desvío profesional, le sugerí. “Efectivamente”, fue la segunda palabra que le oí pronunciar. El libro, titulado The puppy diaries: raising a dog named Scout(Diarios de un cachorro: la cría de un perro llamado Scout), tiene una fotografía de un joven golden retriever en la cubierta. Me resultaba difícil imaginar, le dije, a un director varón de The New York Times escribiendo un libro sobre la “complejidad” de las relaciones entre los seres humanos y los perros. “Quizá”, respondió. “Lo escribí a partir de un blog que redactaba en nuestra página web en mi cargo anterior, el de directora adjunta. Solía matar de aburrimiento a los demás redactores con cuentos de nuestro cachorro. Alguno me habló sobre la necesidad de ampliar nuestra cobertura del mundo animal, y ahí empezó todo. Pero sí, seguramente fue… poco corriente. Porque lo que yo soy es periodista de investigación”.
“As notícias de primera página no estão ali porque sou mulher” (Jill Abramson)
Y no existe nada más serio que ser periodista de investigación en The New York Times, una misión que exige la tenacidad de un detective y el rigor legal de un juez de un alto tribunal. Esa fue la esencia del puesto que ocupó en Washington para el Wall Street Journal durante nueve años y durante otros seis después de incorporarse a The New York Times en 1997 y, con el tiempo, convertirse en jefa de la oficina del diario en Washington, antes de ascender en 2003 al segundo puesto del periódico, el de directora adjunta. Escribir un blog y después un libro sobre su cachorro, en medio de todo eso, demostró osadía. Se atrevió a mostrar, en el mundo hasta entonces rígido y masculino de The New York Times, una sensibilidad manifiestamente tierna. (En el libro no se reprime de emplear expresiones como “adorar”, “locamente enamorada” y “pura felicidad” para describir su relación con el perro).
¿Sería políticamente incorrecto, le planteé, preguntarse si, como mujer, aportaba una nueva dimensión al puesto de director? “No, no es políticamente incorrecto”, replicó. Pero tampoco pensaba que su óptica de mujer introdujera nada especialmente nuevo en la mezcla editorial. “Quiero llevar a los lectores a la trastienda cuando ocurren grandes acontecimientos y darles una idea de lo que ha sucedido realmente en la sala. Pero no creo que pueda decirse que las noticias de primera página están ahí porque soy mujer”.
Dicho esto, ser la primera mujer que manda en un periódico con 160 años de vida es algo que le parece tremendamente importante. “Estoy increíblemente orgullosa de ser la primera mujer nombrada directora de The New York Times, asumo ese trozo de historia cargado de significado, y me ha conmovido mucho ver cuántas mujeres -y cuántos hombres también- de la profesión se han emocionado con ello”.
Seu êxito ou seu fracasso se medirá pelos resultados da aventura digital
Una muestra del significado que concede Abramson a la historia, y a su nombramiento, la da una vieja fotografía enmarcada que tenía en su despacho de directora adjunta de la tercera mujer periodista que trabajó para The New York Times, a comienzos del siglo pasado. Hubo pocos progresos para las mujeres hasta 1974, cuando las periodistas del diario (el 10% de la plantilla) presentaron una demanda colectiva contra el Times por discriminación. Las mujeres ganaron, pero tuvieron que pasar otros 13 años para que una de ellas, Soma Golden, ascendiera a un puesto de responsabilidad en la parte de información “seria” (y no en las secciones de “vida”, “estilo” y “hogar”), como redactora jefa de nacional.
Fue un gran avance, pero no un vuelco trascendental. Cuando Joe Lelyveld asumió la dirección del periódico en 1994, se avergonzó al ver que en las reuniones de redacción había presentes muy pocas mujeres, o ninguna. El dilema, dijo, no se le quitaba de la cabeza. Y le llevó a cometer errores. “Promoví a las mujeres, pero no siempre a las mejores, y, cuando fracasaban, o cuando eran impopulares, era terrible”, recordó. Sin embargo, contratar a Abramson y quitársela al Wall Street Journal bajo el mandato de Lelyveld resultó una decisión muy acertada. “Era una gran corresponsal en Washington, con grandes aptitudes investigadoras”, dijo Lelyveld. “Salté ante la oportunidad de contratarla, y no solo porque era buena, sino porque, en el fondo, pensé que acabaría en un puesto de dirección”.
Y así fue. Se convirtió en directora adjunta a las órdenes de Bill Keller, que pasó a ser director en 2003. Abramson no dejó que sus éxitos le impidieran ver que todavía quedaban batallas por librar. Los colegas la recuerdan en la redacción haciendo comentarios irónicos sobre la ausencia de mujeres en instancias superiores. En la reseña de un libro publicada en 2006, escribió sobre las mujeres periodistas: “Se nota nuestra ausencia en las cabeceras, en las páginas de opinión y en las primeras páginas de las grandes publicaciones”.
“Ao contratar, quero os melhores apuradores e os melhores narradores.” (Jill Abramson)
Ya no. Hoy, más del 40% de los principales cargos del periódico están ocupados por mujeres, incluido el más importante. A propósito del anuncio de su nombramiento como motivo de celebración para las mujeres, Abramson llamó a Soma Golden, ya jubilada, la noche del 1 de junio, y le pidió que fuera a presenciar el traspaso en la redacción de The New York Times al día siguiente. Volvió a pensar en la historia. Iba a asumir el puesto por sí misma, porque era ambiciosa; iba a asumirlo por su devoción a la causa; pero también iba a asumirlo por las mujeres del mundo. “Sí”, dijo Golden, encantada de que la hubiera invitado. “No cabe duda de que había algo de hermandad femenina en ello”.
Igual que quizá hubo también algo de simbolismo solidario en la decisión de Abramson de llevar un vestido negro de verano para la ocasión, en lugar de pantalones. Pero la solidaridad femenina no estuvo necesariamente en evidencia en la ceremonia, en la que, según recuerda una periodista del diario, el ambiente predominante, incluso entre las propias mujeres, más que de celebración por el nombramiento de Abramson, era de pena por la marcha de Bill Keller, que había decidido voluntariamente retirarse para dedicarse a escribir. En opinión de todos, Keller, que obtuvo un Pulitzer de periodismo durante su época de corresponsal en Moscú, fue capaz de mantener estable la nave durante un periodo económico tormentoso en The New York Times (“tiempos de miedo y pánico”, lo calificó un veterano periodista), provocado, como en toda la prensa, por la desaparición de periódicos impresos y una caída de los ingresos por publicidad que no se había visto compensada por la expansión de Internet, que -al ser de acceso gratuito- había tenido el efecto perverso de aumentar el número de lectores pero de reducir los ingresos. Hoy, en medio de un desolador panorama de periódicos muertos o moribundos en Estados Unidos, The New York Times se mantiene, maltrecho pero erguido. “Después de años de dedicarse a escribir necrológicas prematuras o incluso aplaudir nuestra muerte, creo que hemos pasado de terrible desánimo a un punto en el que las cosas están estables y confiamos en nuestra supervivencia”, dijo Keller, expresando una opinión generalizada entre sus antiguas tropas aliviadas.
Mientras que viejos rivales como el Washington Post y el Chicago Tribune han eliminado casi por completo las corresponsalías, The New York Times tiene casi tantas como antes de que Keller se hiciera cargo de la dirección, en 2003. Aunque no existe margen para la autocomplacencia, como dijo Keller, en estos momentos el periódico ingresa más dinero del que gasta. Uno de los factores que lo explica, importante y alentador, es que la decisión tomada en marzo de este año de cobrar por el pleno acceso a la página web del periódico ha resultado, pese a todas las advertencias en sentido contrario, un éxito. El número de suscriptores de Internet se acerca ya a los 300.000 y, si se añaden los suscriptores al periódico impreso, el total es la sólida cifra de 850.000.
Por todos esos motivos, y también porque Keller era considerado en general como una persona inteligente y justa, el nombramiento de Abramson no se recibió con alegría inmediata entre los redactores. En cuanto a los méritos intrínsecos de Abramson para el puesto, las opiniones estaban divididas, y siguen estándolo. Un indicio de lo que piensa la gente lo dan las reacciones a la publicación del libro sobre el cachorro. Para los que están en contra, es ridículo; para los que están a favor, es señal de una extraordinaria seguridad en sí misma. En conversaciones forzosamente off-the-record (pese a lo mortificante que resulta para unos periodistas, precisamente, rebajarse a semejante cobardía), la postura de los detractores es que Abramson no es una gran intelectual, en contraste con la opinión general sobre Keller y Lelyveld; que no es una periodista de investigación tan buena como ella piensa (no tiene ningún premio Pulitzer en su repisa); que fue jefa de la delegación en Washington durante un periodo en el que muchos consideran que el periódico fue incapaz de proponer argumentos contundentes contra la guerra del presidente George W. Bush en Irak; que es una manipuladora política; que, también a diferencia de Keller y Lelyveld, y de la mayoría de los directores ejecutivos de los últimos 50 años, no tiene ninguna experiencia como corresponsal en el extranjero; que pasa demasiado tiempo prestando una frívola atención a la cultura popular a través del canal Entertainment Television; que es distante, temperamental y no sabe escuchar.
Los que están a favor de su nombramiento (hablé con una docena de periodistas que la conocen) opinan que es extremadamente inteligente; que lo hizo muy bien como directora adjunta; que tener astucia política y ascender a la cima de una empresa son dos cosas que siempre van unidas; que, como jefa de la oficina de Washington, no tuvo más remedio que adquirir grandes conocimientos de política exterior; y que la responsabilidad de cualquier fallo a propósito de Irak es del periódico en general, no suya. En cuanto a su interés frívolo y al parecer reciente por la cultura popular, sus partidarios lo consideran una prueba de la seriedad con la que se toma un trabajo que le exige aprender sobre la amplia variedad de temas que surgen en Internet.
En lo que tanto los partidarios como los detractores están de acuerdo, no obstante, es en que efectivamente tiene la reputación de ser distante y temperamental, además de no saber escuchar. Ella es consciente y ha tomado medidas. En primer lugar, nombrando a Dean Baquet, que es negro, su número dos. Baquet es sociable y simpático, y en el periódico es ampliamente respetado; segundo, haciendo realidad en parte una promesa que incluyó en su discurso de aceptación, el día en el que se anunció su nombramiento, de ser accesible a todos. No se ha dejado ver en la redacción tanto como algunos esperaban que hiciera, pero sí ha insistido (tal vez aplicando las enseñanzas de su experiencia como criadora de un cachorro) en recompensar la buena conducta, por ejemplo enviando e-mails de felicitación a los que han hecho un trabajo especialmente bueno. Eso no era habitual con el régimen anterior, e incluso veteranos reporteros confiesan que agradecen esas palmadas digitales en la espalda.
Por otra parte, no sería propio del estilo de Abramson mostrarse sensiblera con sus subordinados en persona. Ella misma cuenta en el libro del cachorro que su hermana le dijo una vez: “Fuiste una madre maravillosa, pero nunca te he visto tan cariñosa ni expresiva con nadie como con este perro”. “Es verdad”, escribe Abramson. Y reconoce que su relación sentimental con su perro parece darle “un certificado de mejor persona”. Existe otra historia de la que pocos fuera de su círculo íntimo han oído hablar y parece indicar que tiene más de amable de lo que dicen sus detractores. Jane Mayer me contó que Abramson y su marido Henry Griggs, un compañero de clase en Harvard con el que lleva casada 30 años, tienen un “hijo adoptado”, o algo muy parecido.
El hijo de Abramson, Will (tiene también una hija, Cornelia), tenía un amigo íntimo llamado William Woodson en el colegio público al que iba en el área de Washington. William era un chico negro cuya familia procedía de Anacostia, un barrio pobre, totalmente negro, separado de Washington DC por un puente (muy parecido a lo que era Soweto respecto a Johanesburgo durante los años del apartheid, salvo por el puente). Cuando William acababa de empezar la enseñanza secundaria, su familia tuvo que regresar a Anacostia. Aquello singificaba que iría allí al colegio. Inevitablemente tendría peor nivel educativo que el excelente centro al que asistía con su amigo Will. Jill Abramson propuso una solución. William debería ir a vivir con ella y su familia y, de esa forma, completar sus estudios en el colegio bueno. Lo hizo durante siete años. “William”, dice Jane Mayer, “era como el tercer hijo de Jill. Ella contribuyó a pagar incluso su matrícula en la universidad y, más tarde, le ayudó a conseguir un buen trabajo. Creo que le quiere tanto como a sus propios hijos. Todavía hoy va con frecuencia a su casa de Connecticut. Pero en ningún momento ha querido Jill llamar la atención sobre su relación con él”.
Las facetas privadas de Abramson contrastan claramente con la imagen de “dama de hierro” que, dice Mayer, suscitan todas las mujeres en puestos de poder. Todas las mujeres que tienen autoridad en grandes organizaciones se debaten con la cuestión de cómo dirigir a la gente sin ser vistas como antipáticas, “cómo ser jefas sin ser mandonas”, en palabras de Mayer. “Pero, aunque Jill es consciente del problema, no está demasiado preocupada por él”. En eso, su aparente seguridad en sí misma le es muy útil, esa actitud franca que vi en mi entrevista con ella y que Mayer presenció cuando trabajaban juntas en su libro hace casi 20 años. “Era más directa que yo a la hora de hacer preguntas, iba más al grano, tenía más espíritu de reportera”. Y era también, pudo ver Mayer, “una fuerza intelectual, apasionada por la política y por los mecanismos del poder”.
De pronto, se ha encontrado en una posición que le permite dar un uso práctico a esos conocimientos. Y lo ha hecho, por lo menos, en un aspecto importante. “Ninguno de sus predecesores”, me dijo un veterano periodista de The New York Times, “impuso tantos cambios tan pronto”. Nada más tomar posesión en septiembre, se propuso limpiar las altas instancias de dirección en el periódico para transmitir el mensaje inequívoco de que el pasado era el pasado y ahora era ella la que mandaba. Sin embargo, una crítica que se le hace es que, en su intento de hacer exhibición de fuerza, ha mostrado debilidad. En la redacción existe una opinión de que se ha rodeado de personas leales a ella, y eso ha provocado una acusación que suele hacerse contra los políticos, la de que ha escogido como lugartenientes a hombres y mujeres que dicen que sí a todo, y no a los más apropiados para el trabajo. Si eso es cierto, y algunos en el periódico lo discuten, es una visible maniobra de poder que muchas veces delata una inseguridad de fondo. Una inseguridad a la que ella, resulta, no es del todo ajena. El verano pasado se quebró durante un instante el barniz de persona dura que se esfuerza en enseñar: se le escapó en una reunión con periodistas de los medios de Nueva York que sí estaba inquieta por cómo iba a hacer su nuevo trabajo. “Quiero hacerlo bien”, dijo, “y a veces me preocupa que no voy a ser capaz”.
Parte de la preocupación, le propuse durante la entrevista en su despacho, podría partir del temor a que un fracaso suyo podría interpretarse como un golpe no solo para ella, sino para todas las mujeres. La primera palabra de su respuesta fue la misma que usó cuando le pregunté si sería una sorpresa que un director hombre de The New York Times escribiese un libro sobre un cachorro. “Quizá”, respondió; una forma en clave, clara y sonora, de decir “sí”. Pero se apresuró a levantar el muro otra vez. “Quizá es verdad que lo sería”, dijo, “pero creo que uno viene a trabajar cada día decidido a triunfar y a hacerlo bien, y soy consciente, desde luego, después de decenios en el periodismo, de que siempre surgen crisis, pero ya he sorteado algunas grandes y he aprendido de ellas. Creo que tenemos mucho sentido común. Creo que soy la periodista adecuada para tener este cargo en The New York Times en este momento”.
Uno de los motivos por los que cree que es la persona adecuada para la tarea es que, cuando era directora adjunta, pasó seis meses trabajando estrechamente con la sección digital del periódico. Ahí concentra la mayor parte de su atención hoy. En virtud del éxito o el fracaso de la aventura digital, de que funcione o no como negocio, se medirá su propio éxito o su propio fracaso. No se hace ilusiones. Las aguas por las que navega The New York Times, como todos los periódicos, son imprevisibles, como ella reconoció cuando le pregunté si estaba preparada para las traicioneras rocas que le aguardaban. “Estoy preparada para las rocas e incluso para los icebergs, y cosas peores”, dijo. Entonces, ¿dónde estaba The New York Times ahora? ¿Cómo definiría ella el momento que vive el periódico? “Es una transición, y estamos completamente en medio de ella. Pero tenemos el rumbo trazado y fijado por nuestros valores fundamentales”.
Abramson tiene un mantra que repitió tres veces en nuestra entrevista. Dijo que los valores fundamentales de The New York Times son “información rigurosa, edición inteligente y redacción elegante”. Estupendo, le dije. ¿Pero no hay una contradicción? Para empezar, ¿el batiburrillo multimedia no perjudica la elegancia de la palabra escrita? Respondió que no. Dijo que en la página web del diario que dirige, que es “una maravilla de la innovación”, los cortes de audio o de vídeo insertos en las noticias pueden “intensificar el efecto” y “adornar” la interpretación y la sensación que saca el lector de lo que le están diciendo.
Solo que, una vez creada esa mezcla, el lector deja de ser mero lector para ser además telespectador y oyente de radio, y los sonidos e imágenes en movimiento pueden sustituir la posible falta de elegancia o profundidad descriptiva del periodista. Abramson no estaba de acuerdo, e insistió en que por algo la página web de The New York Times, número uno en el ranking mundial de periódicos con 46 millones de visitas al mes, es “la envidia de todos en nuestra profesión y se ha convertido en parte fundamental de la vida de tanta gente en todo el mundo”: la experiencia digital, en lugar de perjudicar la naturaleza del producto, la ha mejorado.
¿Quería decir eso, le pregunté, que hoy, al contratar a un nuevo periodista, miraba más allá de las aptitudes periodísticas tradicionales y buscaba gente capaz de rodar vídeo o que conociera la escritura html? “Lo que busco, ante todo, es el talento para contar historias en las que hay detalles y uno puede ver en su cabeza cómo se desarrolla la acción. Quiero a los mejores buscadores y los mejores narradores, y no me siento aquí a preguntarles cuánta experiencia de vídeo tienen ni si son duchos en html 5. Pero eso también me interesa y, cuando alguien está a gusto con los multimedia, o el vídeo, o cualquier formato digital, me impresiona y me parece atractivo, desde luego”.
Como decía Abramson, es un momento de transición. Repasando la evolución de su periódico en los últimos años, parecía que las confusiones inherentes a todas las transiciones habían alcanzado a esos valores fundamentales que definía. No solo a la idea de elegancia en la palabra escrita, sino a los otros dos principios de su mantra. Fijémonos primero en la “información rigurosa”. En The New York Times siempre ha existido el principio rector de que la información rigurosa exige una rígida separación entre la noticia y la opinión. En nuestra entrevista, Abramson dijo que combinar las dos era una costumbre europea. “En Europa, la tradición es algo distinta, porque el límite entre las noticias y la opinión no está tan nítida como aquí”. Como prueba de la pureza de su periódico en este sentido, mencionó el hecho de que, dentro de las competencias de su cargo, ella no cuenta nada en las páginas de Opinión. Sin embargo, a juicio de muchos tradicionalistas descontentos del periódico, ese límite se ha cruzado en las páginas de información que sí están a su cargo y continúa cruzándose a diario. Abundan los casos, argumentan, en los que se funden noticias y opiniones; se depende menos de las cosas que dicen las “fuentes”, con nombre o sin él, y el periodista tiene más margen para hacer declaraciones que el que podía tener hace 10 años. Un ejemplo reciente entre muchos es un artículo “informativo” publicado en noviembre sobre el candidato presidencial republicano Newt Gingrich en la sección de Política del periódico. “Newt Gingrich”, empezaba el texto, “es historiador. Tiene un doctorado en historia. Si se nos ha olvidado, él nos lo recuerda”. Es un comienzo elegante, que invita a seguir leyendo, pero al estilo moralmente reprobable europeo. Porque rezuma sarcasmo, y el sarcasmo es opinión. Desde el primer instante, no existe ninguna pretensión de equilibrio. La balanza está inclinada contra Gingrich.
Abramson intenta explicar esta contaminación aparente del dogma tradicional de The New York Times mediante una distinción (que algunos redactores del periódico consideran falsa) entre opinión y “análisis”. “Nuestros lectores siempre han tenido un enorme deseo de ver los acontecimientos situados en contexto y analizados. Pero eso es información, no opinión. Los puntos del análisis pueden parecer cargados de opinión, pero nuestros editores y nuestros redactores tienen mucho cuidado de mantener la diferencia entre noticias y opinión”. Y sin embargo, también es cierto, como destacan algunos en el periódico, que en los últimos 10 años se ha dejado de poner el énfasis en el tradicional “quién, dónde, cuándo, qué” de una noticia para pasar al “cómo y porqué”.
Si The New York Times recurre cada vez más a lo que Abramson llama análisis debe de ser, en parte -y ella no está en desacuerdo con esto- por el torrente de información, o lo que se supone que es información, que circula por Internet, y que contribuye a que ese deseo que describe de contexto y explicación sea aún más necesario y acuciante.
Pero también está la obligación de competir con el babel de ruido que nos rodea, y eso provoca otro tipo de urgencia: volcar la información que se tiene a la página web con más rapidez que nunca. Ahí es donde el tercer “valor fundamental” del mantra de Abramson, “edición inteligente”, también se tambalea. Cada vez más reporteros de The New York Times tienen blogs en los que vuelcan su material al instante, prácticamente sin editar. Los blogs en tiempo real están muy lejos de los viejos métodos para publicar historias en el periódico, que dependía, hasta un punto que a los periodistas europeos les parecería insufriblemente legalista, de unos redactores jefes de una irritante pedantería.
Por eso, lo que le pregunté a Abramson fue: ¿no significaba este cambio al blog en directo una pérdida inevitable de control de calidad? “Bueno”, respondió, “usted puede pensar eso, pero creo que, en la mayoría de los casos, los periodistas toman tan en serio las normas del Times que no van a desmadrarse, a repetir algo que no esté confirmado ni escribir en tono sarcástico”.
Lo cual sugiere quizá la pregunta de por qué eran necesarios todos esos editores de ojo de águila. Claro que, si los editores dejan de tener la función que tenían, ¿dónde estará la diferencia entre un periódico tradicional y los miles de sitios multimedia que surgen sin cesar? “En el periodismo de calidad”, dijo Abramson, al final de nuestra entrevista. “En una información fantástica, y en una redacción y en un análisis magníficos, y en una edición fantástica”.
Calidad: esa -y están de acuerdo todos los periodistas deThe New York Times, independientemente de sus opiniones sobre Abramson- es la palabra. La calidad tiene que ser la respuesta para crear periodismo que venda. Pero la definición de la calidad y de las reglas según las cuales se toman decisiones editoriales no están tan claramente definidas como antes. Más que cualquier otro jefe de The New York Times en tiempos modernos, Abramson carga con tener que inventarse las reglas sobre la marcha, de verse obligada a emitir juicios subjetivos sobre cuestiones fácilmente resueltas anteriormente recurriendo al viejo y deshilachado concepto periodístico de la objetividad. Hoy todo está en flujo; hasta la propia palabra en inglés para “periódico”, “newspaper” (papel de noticias), está perdiendo validez. El hecho de que Abramson escogiera el adjetivo “fantástico” al final de nuestro encuentro fue significativo. Era menos preciso que otros adjetivos que había empleado con anterioridad -riguroso, inteligente, elegante- y más abierto a una interpretación imaginativa.
Transición, la palabra clave en relación con el momento que está viviendo The New York Times, significa evolución, supervivencia de los más fuertes, adaptación. Para este diario, como para todos los periódicos tradicionales, la consigna hoy tiene que ser adaptarse o morir. El hecho de que una mujer -una mujer que escribe sobre su cachorro- haya sido escogida como directora indica en sí que nos encontramos en una época de cambios revolucionarios. TheNew York Times no es, al fin y al cabo, el papado. No es la Iglesia católica. Está transformándose, por pura necesidad, con los tiempos. Quizá, quizá mucho más, incluso, de lo que Jill Abramson esté dispuesta a creer, o a reconocer.
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[John Carlin, para El País]