Sunday, 22 de December de 2024 ISSN 1519-7670 - Ano 24 - nº 1319

Hollywood se dá uma auto-homenagem

Hay pocos lugares donde la nostalgia esté tan arraigada como en Hollywood. Los frutos de la gloria colectiva que, a principios del siglo 20, hizo de esta colina un icono de fertilidad artística y prosperidad económica han convertido Los Ángeles en lo que es hoy: una ciudad en permanente deuda con su pasado. Y más, en la semana de los premios Oscar. Encerrada en sí misma, enamorada del reflejo de su juventud como la Gloria Swanson de El crepúsculo de los dioses, de su nostalgia no se libran ni calles, ni centros comerciales, ni guarderías. Ni siquiera los cuartos de baño de modernos restaurantes; cuando al fin uno logra lavarse las manos sin contemplar una foto más de su vieja estrella favorita cae de bruces en un inodoro cuyas paredes están enteladas con Peter Pan rumbo a Nunca Jamás. Y lo peor de todo, hasta resulta emocionante.

Pero ni el mayor delirio de los fantasmas que pueblan el cementerio de Forest Lawn o el de Westwood (donde por cierto está el nicho de Marilyn Monroe, presente también en la ceremonia del próximo domingo gracias a la impresionante encarnación de Michelle Williams en Mi semana con Marilyn) hacía prever el paroxismo al que llega esta 84ª edición de los premios Oscar. En ella, The artist, una película muda sobre los albores del sonoro, francesa pero enteramente rodada en esta ciudad, se batirá en apasionante duelo con La invención de Hugo, un espectáculo tridimensional que sobrevuela el París de los años treinta para clavarse en el mismísimo corazón del nacimiento del cine a través de la figura de uno de sus padres: Georges Méliès, aquel mago, inventor y pionero de un arte que se atrevió a jugar con una máquina capaz de crear los más asombrosos sueños y fantasías.

Entre o mar e as minas de ouro

Al menos sobre el papel parece inevitable que la gala que presentará Billy Crystal (sí, más nostalgia, esta vez con la vuelta de un valor seguro frente a los experimentos de forzadas parejas de los últimos años) se polarice entre la película de Michel Hazanavicius, candidata a 10 estatuillas, y el filme de Martin Scorsese, candidato a 11. En los premios de Hollywood se ha vivido de todo: reyes tartamudos contra los millonarios críos de Facebook (hace un año El discurso del rey batió a La red social); ejércitos del desierto contra íntegros abogados sureños (en 1962, Lawrence de Arabia dejó KO a Matar a un ruiseñor); transatlánticos contra policías corruptos (en 1997, Titanic aplastó a L.A. Confidencial) o, un año después, el bardo de Avon contra el desembarco de Normandía (Shakespeare enamorado noqueó a Salvar al soldado Ryan). Pero, ¿Los pioneros de Hollywood contra Méliès? ¿Y con Martin Scorsese, uno de esos escasos cineastas que se puede considerar un clásico viviente, proclamando un desbordante canto de amor a los orígenes del cine? Parece cantado que la gala del domingo provocará un histórico empacho de melancolía cinéfila y poco podrán hacer para evitarlo las otras aspirantes a mejor película: War horse; El árbol de la vida; Tan fuerte, tan cerca; Midnight in París; Criadas y señoras, Moneyball y Los descendientes. Solo esta última, dirigida por Alexander Payne, podría dar una bofetada de realismo a tanta autocomplaciente moviola, pero resulta improbable pese a que el Oscar al mejor actor parece más cerca de George Clooney que de los otros dos favoritos: Brad Pitt (Moneyball) y Jean Dujardin (The artist).

De momento, las predicciones dan como favorita a la película de Hazanavicius, que se proclamaría como la primera producción francesa que gana un Oscar y la segunda película muda que lo logra después de Alas, el filme de Clara Bow dirigido por William A. Wellman que inauguró en 1928 estos premios. Pero el pulso entre The artist y La invención de Hugo, dos películas que parecen tener esa misma necesidad de encontrar sentido al presente desde la recuperación del pasado, se mantendrá vivo más allá de estos Oscar.

Mientras la francesa, un fenómeno mediático ahí por donde pisa, crea en la crítica tanto entusiasmo como recelo (lo que para unos es pura originalidad y encanto para otros es solo un bonito castillo de naipes), a La invención de Hugo solo cabe reprocharle que las gafas de 3D no se inventaron para llorar. Y, aunque sea con las gafas empañadas, agradecerle con la solemnidad de las grandes ocasiones a su director no solo su impagable contribución, desde su World Cinema Foundation, a la conservación y restauración de la historia del cine sino la oportunidad que brinda su película (algo así como poder ser el personaje de Owen Wilson en Midnight in Paris pero sustituyendo a Hemingway, Dalí y Picasso por los hermanos Lumière y Méliès) de formar parte del principio de todo esto, un principio sin el que esta ciudad que hoy se prepara para su gran noche solo sería una ciénaga varada entre el mar y las minas de oro.

Adeus ao Kodak Theatre

Después de anunciar su bancarrota en enero, la empresa Eastman Kodak ha logrado quitar su nombre y su patrocinio al teatro que alberga desde el año 2002 la ceremonia de los Oscar. Según la revista Variety,un tribunal neoyorquino autorizó la pasada semana a Kodak para que rompiera su contrato de 2,7 millones de dólares (2 millones de euros) anuales con la empresa dueña del teatro. Con esto, el Kodak Theatre, situado en un pastiche de Hollywood Boulevard, una zona de compras y ocio conocida como Hollywood & Highland Center que reconstruye sin ninguna gracia un decorado del clásico Intolerancia, de D. W. Griffith, con sus elefantes babilónicos, se quedaría sin nombre hasta que la empresa que gestiona el centro comercial encuentre un nuevo patrocinador, un nombre que podría vetar la Academia de Hollywood ya que por contrato esta institución tiene potestad sobre el nombre del teatro que alberga los Oscar.

De momento, la cadena ABC (dueña de los derechos de retransmisión) no ha retirado el nombre del teatro y tampoco está claro si el domingo se podrá o no pronunciar. En cambio, lo que es seguro es que esta será la última ceremonia de los Oscar en el Kodak Theatre: la era digital acaba hasta con los sueños de cartón piedra de otro gigante analógico.

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[Elsa Fernández-Santos, de El País, Los Angeles]