Todos los periodistas y aspirantes a autores de reportajes pueden aprender mucho de la controversia sobre Kapuscinski. La ‘no ficción creativa’ es una pendiente peligrosa.
Si hubiera vivido unos años más, Ryszard Kapuscinski quizá habría podido obtener el Premio Nobel de Literatura. Aunque esas cosas se llevan con un secreto digno del Vaticano, estoy seguro de que era uno de los candidatos constantes de la Academia sueca. Entonces, los periodistas de muchos países habrían celebrado su designación por ser el primer escritor de ‘no ficción’ que lo ganara desde Winston Churchill en 1953. Ahora ha estallado una seria polémica en su Polonia natal por un nuevo libro que sugiere que su no ficción no era tan ‘no ficción’, después de todo. Es una polémica que ya ha dado la vuelta al mundo, porque el nombre de Kapuscinski es sinónimo en todas partes de un cierto tipo de reportaje político-literario.
No rastro do mestre
Acabo de leer el libro, que se titula, en polaco, La no ficción de Kapuscinski. Su autor es el periodista Artur Domoslawski, de quien Kapuscinski fue modelo, mentor y amigo, y ha sido criticado por varios motivos. Entre ellos, su forma de abordar las numerosas aventuras amorosas del escritor viajero, que es verdad que me parece poco delicada, y su tratamiento del pasado comunista y los contactos ocasionales de Kapuscinski con la policía secreta, que en mi opinión está bien explicado.
Más en general, se ha criticado al libro por denunciar a un antiguo mentor. La viuda de Kapuscinski lo llama ‘parricidio’. Yo creo que no lo es. Creo que el autor trata de ser imparcial y permite que hablen muchas voces diferentes. Capta al Ryszard que yo conocí, empezando por una brillante evocación de su cálida sonrisa, con la que desarmaba a cualquiera. Desarmaba a cualquiera literalmente, porque aquella sonrisa de humildad casi infantil le permitió salir bien librado de muchos enfrentamientos peligrosos con hombres armados, en África y otros lugares. Por otro lado, este libro es el grito prolongado de un discípulo preocupado e incluso desilusionado, alguien que, en sus casi tres años de investigación, encontró cosas que le perturban enormemente.
El quid de la cuestión, para Domoslawski, para mí y probablemente para el resto del mundo, es que se cruce el límite entre la realidad y la ficción. Es un tema que a algunos nos preocupa desde hace años. En 2001, para conmemorar el centenario del Premio Nobel de Literatura, la Academia sueca organizó un simposio sobre la Literatura de testigos, una delicada forma de sugerir que la Literatura, con mayúscula, no consistía sólo en ficción y poesía. Yo di una charla (reproducida en mi libro Facts are Subversive) en la que comenté que ‘con Kapuscinski, pasamos sin cesar de la Kenia real a la Tanzania de ficción y viceversa, pero la transición no está claramente indicada en ningún sitio’.
Ese mismo año, el antropólogo y escritor John Ryle escribió una brillante reseña en The Times Literary Supplement en la que documentaba numerosas inexactitudes, exageraciones y mitificaciones de Kapuscinski en sus escritos sobre África. Decía que, en su mayoría, tendían a lo que el denominaba el ‘barroco tropical’, un estilo en el que todo se vuelve más exótico, salvaje, descontrolado, extremo y, por qué no decirlo, oriental. Ahora, Domoslawski sigue en parte las huellas del maestro, hasta Addis Abeba, por ejemplo, donde Kapuscinski investigó para escribir su famoso libro sobre la caída de Haile Selassie, El emperador, y a Santa Cruz, Bolivia. Y se ha encontrado con que los propios testigos de Kapuscinski se quejan de que hay material falso e inventado. Da numerosos ejemplos.
Regra universal
Lo que hizo Kapuscinski está ya fuera de toda duda. La cuestión es cómo reaccionar. Una corriente de opinión es la representada por el escritor estadounidense Lawrence Weschler, quien, según Domoslawski, ha dicho que ‘¿qué más da en qué estante tengamos que colocar El emperador y El Sha, en ficción o no ficción? Siempre seguirán siendo unos libros magníficos’. Un compañero de colegio de Kapuscinski afirma que El emperador es ‘la mejor novela polaca del siglo XX’. Y, por supuesto, esos libros hablaban también de Polonia. Los lectores polacos los leían en parte como alegorías de su propia situación, y los censores del comunismo podrían haberlos prohibido si no se hubieran presentado como libros de no ficción que trataban de lugares reaccionarios y lejanos.
Una segunda corriente, que podríamos llamar de los ‘nerviosos defensores de Ryszard’, está bien representada por Neal Ascherson, autor a su vez de soberbios reportajes sobre Polonia y otros países. Kapuscinski era un gran narrador de historias, no un mentiroso -escribe en la página web de The Guardian-, y existe una diferencia importante entre dar noticias y escribir libros. Pero luego hace esta afirmación, que me resulta muy sorprendente: ‘Casi todos los periodistas, excepto un puñado de santos, sacan punta a las citas o varían ligeramente las horas y los lugares para causar más efecto. Quizás no deberían, pero lo hacen; lo hacemos’. ¿De verdad, Neal? ¿Y cuánto es, si no te importa explicarlo, ‘ligeramente’? ¿Y hasta dónde puede atreverse uno a ‘sacar punta’? No obstante, en el resto de su blog muestra su preocupación por el hecho de que Kapuscinski no dejara suficientemente claro al lector lo que hacía.
La tercera postura, en la que me incluyo, afirma que, aunque no haya -en los gráficos términos que emplea Ascherson- una ‘frontera con alambrada y focos’, sí existe un límite fundamental, una zona fronteriza, que los escritores de no ficción debemos intentar no cruzar jamás. Si cruzamos ese límite, entonces debemos asignar una etiqueta distinta al producto final. Domoslawski ofrece una razón por la que hay que hacerlo: sencillamente, el deber de ser justos con nuestros lectores. Ustedes necesitan saber qué están leyendo. Al fin y al cabo, parte de la emoción de leer a un escritor como Kapuscinski nace de pensar que esas cosas han ocurrido. Él estaba allí. Lo vio con sus propios ojos. Estuvo a punto de morir por informar de los hechos. Es un principio que su propia retórica ha defendido con frecuencia a capa y espada.
El segundo motivo es más profundo. Me da la impresión de que, para una persona armada con una pluma, existen pocas obligaciones más serias que la de ser testigo veraz de grandes acontecimientos. Al presentar el simposio de 2001 sobre la Literatura de testigos, el entonces secretario de la Academia sueca, Horace Engdahl, sugirió que ‘la verdad, en un principio, no es nada más que lo que certifica un testigo fiable’. Quizá no sirva como regla filosófica universal, pero desde luego sí es aplicable a lo que hacen quienes escriben testimonios, sobre todo cuando se alzan solos en medio de la tragedia o el triunfo. Ser testigos de genocidios, guerras, revoluciones y muestras de valor humano en medio de la humanidad es -perdónenme el tono melodramático- una responsabilidad sagrada.
Tom humorístico
Es cierto que, al elegir los hechos, las imágenes y las citas, al caracterizar a las personas reales sobre las que escribimos, quienes realizamos reportajes trabajamos, en muchos aspectos, como los novelistas. Pero, si tenemos en cuenta esa responsabilidad respecto a la historia y la promesa de ‘no ficción’ que hacemos a nuestros lectores, debemos atenernos a los hechos de la mejor forma posible. No debemos cambiar el orden de los acontecimientos ni siquiera ‘ligeramente’, ni ‘sacar punta’ a nada que aparezca entre comillas. Todos cometemos errores. Nadie puede ver una situación en su conjunto ni ser totalmente objetivo. Todo el mundo tiene un punto de vista. Ahora bien, si digo que vi una cosa, es que vi esa cosa. No estaba en otra calle, en otro momento, ni me lo contó alguna otra persona mientras tomábamos una copa en el bar del hotel.
Creo que podemos hacer dos cosas. Una, sugerida en tono humorístico por el propio Domoslawski en una entrevista tras la publicación del libro, es que debería haber en las librerías una sección entre la ficción y la no ficción, en la que estuviera una nueva categoría llamada simplemente Kapuscinski. La otra es aprender del maravilloso trabajo de Kapuscinski pero también de sus transgresiones y, de esa forma, dar un testimonio más veraz.
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Catedrático de Estudos Europeus, ocupa a cátedra Isaiah Berlin no St. Antony´s College, Oxford, e é professor titular na Hoover Institution, Stanford