Tiene 80 años; es de Nottingham, en Inglaterra, y fue en su país el periodista más influyente de una época especialmente brillante, y difícil, del periodismo, los años setenta del siglo XX. Su batalla más famosa fue contra el Gobierno; decidió que era culpable de la difusión farmacéutica de la talidomida, y ganó la guerra, una de las difíciles del periodismo contemporáneo. Impulsó el periodismo de investigación con una energía que creó escuela, primero en The Sunday Times, que dirigió entre 1967 y 1981, y luego en el Times.
Es Harold Evans. Te recibe en casa, en Nueva York, donde vive ya como ciudadano norteamericano, casado con la famosa periodista Tina Brown. Sigue dirigiendo revistas, forma parte de consejos de administración de medios por algunas partes del mundo, y es un hombre encantador. Es decir, encanta y trata de encantar. Cuando le vimos, en diciembre, en medio del frío neoyorquino, salió a la puerta alborozado, ‘¡vamos a hablar de periodismo!’, y abrió sus ojos grandes y azules como si le lleváramos un juguete.
En el salón de su casa de vez en cuando entraban sus hijos y él sacaba recortes de su época más brillante, como director (y diseñador, el diseño le preocupaba tanto como el contenido) de The Sunday Times y luego del Times, del que salió porque se llevó mal con su propietario, Rupert Murdoch. Con nosotros iba Barbara Celis, que escribe para El País en Nueva York y que tiene 35 años; muchas de las respuestas de Evans la tenían a ella como destinataria. De sus tiempos de director de periódicos mantiene intacta la convicción de que convenciendo a los jóvenes de lo que hay que hacer es posible hacer periódicos mejores. Gran parte de la conversación fue para saber cómo inició el periodismo de investigación en Europa. Y luego hablamos del raro futuro, que él afronta como si san Pedro le estuviera esperando con un periódico cuando se vaya al otro mundo.
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¿Cómo se puede contar a los lectores que tienen la edad de Bárbara qué supuso su trabajo en el periodismo de investigación?
Harold Evans – Primero hablemos de la talidomida. Siempre pensamos que los gobiernos están para ayudar a la gente, pero a veces no lo hacen, y ahí entra el periodismo. Éste tiene que entender los hechos, y eso hicimos con este caso. ¿Cuál era la situación de aquellos niños sin brazos, sin piernas? Sus madres habían tomado la talidomida durante el embarazo; esas pastillas fueron recetadas por médicos de la seguridad social, y cuando empezaron a ocurrir las tragedias nadie se dio cuenta de que la causa eran esas pastillas. El ministro de Sanidad, Enoch Powell, no quiso una investigación. Y la ley inglesa impedía que los periódicos se ocuparan de ese asunto…, porque los padres ya lo habían denunciado. Cuando yo llegué a The Sunday Times quise desafiar esa ley, inicié una investigación y propuse una campaña. La investigación era para verificar que la pastilla había sido la causa de esos daños, cuál era la responsabilidad del Gobierno y qué necesitaban esas personas para vivir razonablemente.
Así que usted se saltó la ley…
H.E. – Esperé a que actuara la ley, y que hubiera compensaciones, pero no se producía un veredicto. Los niños se enfrentaban a una gigantesca corporación que también fabricaba whisky, y la batalla judicial se hacía difícil, casi imposible. Así que decidí que intervendríamos para presionar a la compañía para que llegaran a un acuerdo con los padres para darles algún anticipo.
Y tampoco consiguió nada.
H.E. – Espere, espere. En cuanto hice esa investigación el Gobierno me llevó ante los tribunales para prohibir la publicación de nuestras conclusiones. Y la empresa que fabricó las pastillas hizo lo propio. Ése fue el principio de una enorme batalla que mi periódico libró para poder contar la historia.
¿Cómo fue?
H.E. – Necesitábamos el apoyo de los líderes políticos, pero primero hablé con un juez y con un político laborista que había ido conmigo al colegio. Me iban a ayudar. El Gobierno (que ya, en 1972, era laborista) me dijo que no pensaba remover el asunto… Hicimos la campaña, hubo una enorme bronca, y la empresa farmacéutica al fin se rindió, ofreció una compensación irrisoria, hasta que la subieron a veinte millones de libras.
Fin de la historia.
H.E. – Para nada. Yo quería saber qué había sucedido para que en el futuro las incapacidades creadas por una droga pudieran evitarse con adecuados mecanismos de control. Por cierto, había niños españoles y alemanes que aún no han sido compensados y que fueron niños de la talidomida… Pasamos por varios tribunales, hasta que apelamos al Tribunal Europeo de los Derechos Humanos, donde nos enfrentamos al Gobierno británico por su prohibición para que la prensa investigara el asunto. Y ganamos 8 a 5. Por cierto, en el tribunal había un juez español.
Una victoria periodística.
H.E. – Pero sobre todo humana. Demostramos, además, que las empresas farmacéuticas habían sido negligentes; habían puesto la droga en el mercado sin examinarla; descubrimos las debilidades de los programas de evaluación de los medicamentos, y conseguimos que se cambiara la ley para que la prensa fuera más libre.
Fue un precedente.
H.E. – Y tuve el apoyo de todo el mundo en The Sunday Times. Costaba mucho dinero, y nadie en la empresa me reprochó que gastara en abogados para una lucha contra el Gobierno que iba a perder. ¡Nadie le había ganado antes al Gobierno británico! Así que algo de crédito hay que darle a una empresa sabia que reconoció que producir periódicos no es como producir judías en lata. Algunas veces hay que correr riesgos e incurrir en gastos. Y esto aumentó la reputación del periódico y resultó ser una inversión para el futuro…
Y usted se atrevió luego con la McDonnell Douglas…
H.E. – …Después del accidente del DC-10 en París, murieron 346 personas, el accidente más grave del mundo hasta ese momento, 1972. A bordo iban norteamericanos, españoles, británicos, turcos, sobre todo turcos, era una aerolínea turca… Los deudos llevaron a juicio a la compañía, igual que los afectados por la talidomida llevaron a juicio a la farmacéutica. En este caso, como periodista quise saber cómo pudo estrellarse ese avión… Otro avión de las mismas características había perdido hacía poco una puerta de carga, pero había podido aterrizar. Y esta vez se había caído la misma puerta. ¿Cómo era posible? Empezamos una investigación que se parecía a la de la talidomida. Construimos un modelo del avión, mandamos a un equipo a que se introdujera en McDonnell Douglas… Las víctimas llegaron a un acuerdo con la empresa fuera de los tribunales. Pero el problema que nosotros queríamos resolver era por qué se había producido el desastre; en eso el periódico tiene su obligación más importante: el deber del periódico es la verdad. En un conflicto legal la obligación es llegar a un acuerdo, pero un periódico tiene que ir más allá; los acuerdos no desvelan la verdad.
Y ustedes consiguieron desvelarla.
H.E. – Investigamos, y publicamos un dossier: Destination Disaster. Identificamos por qué se cayeron las puertas de carga: en la compañía de aviación algunas personas habían firmado fraudulentamente inspecciones que no tuvieron lugar. Y contamos la historia. ¿Y por qué lo hicieron? Porque tenían prisa en terminar los aviones; había una demanda enorme, así que los sacaron sin corregir el error. Y fue fatal.
Como la talidomida.
H.E. – Sí, pasó lo mismo. Se había abandonado la investigación oficial, nada, y nosotros nos empeñamos. Así que tenías al Gobierno norteamericano faltando a sus obligaciones, a la empresa constructora faltando a las suyas, a los litigantes satisfechos con su dinero, por lo que no les culpo, y nadie preguntando ‘¿por qué pasó?’. Y la prensa tiene la obligación de hacerse esa pregunta. Ésa es la energía que había detrás de mi concepto del periodismo.
La pregunta más vieja, por qué.
H.E. – El invento más antiguo, y sigue en vigor. Porque es la pregunta más importante. Hay una cosa que se me ha quedado grabada sobre la salud y los desastres. Si son evitables, ¿por qué no evitarlos? Las investigaciones complejas precisan de dos cosas, en periodismo: periodistas con mucha habilidad y recursos para librar la batalla legal… Cuando comenzamos a hacer esto en Gran Bretaña no había periodistas de investigación en serio; investigábamos a corruptos de medio pelo; no había un periodismo a la altura de la complejidad social, al creciente poder de las corporaciones y de los gobiernos… En el Parlamento tampoco se le preguntaba al Gobierno como era debido. El periodista tenía que jugar ese papel social, de una curiosidad implacable; eso es lo importante en un periódico, la curiosidad. Imagine ahora todo lo que habría que preguntar sobre el origen de la crisis mundial. Esa curiosidad humana trasladada al periodismo, si se ejerce con energía, daría lugar a muchas explicaciones que ahora no se dan.
Todo ese engranaje que usted montó exigía mucha verificación.
H.E. – Ésa es la gran cuestión del periodismo. Si te equivocas, está la ley del libelo. Pero está la ley ética, la de la imparcialidad. Aunque tengamos una defensa legal, no podemos acusar a alguien erróneamente. La verificación de los hechos es importantísima… Y una cosa es lo que hizo Ben Bradlee con el caso Watergate y otra es mucho de lo que se hace, por ejemplo, en el ciberespacio y en otros medios en nombre del periodismo de investigación. Y eso es importante ahora, porque un blog o un texto de Internet pueden no tener autor conocido… A un amigo mío, defensor de los derechos humanos desde la época de Kennedy, acaban de cambiarle su biografía de Wikipedia ¡para decir que es un racista! ¡Y lo que han tardado en cambiar esa falacia! La verificación y la credibilidad son cruciales, y por eso un periódico muy bueno como EL PAÍS gana su público no sólo por la buena escritura y por las revelaciones, sino por su autenticidad.
Al Nobel Le Clezio le declararon muerto un minuto después de haber ganado el premio…
H.E. – ¡Y estaba vivo! Sí, es un gran problema. Mi mujer, Tina Brown, ha empezado una página web llamada The Daily Beast. ¡El primer mes tuvo once millones de visitas! Y aquí se pone en evidencia un problema de la red: sabemos que el papel asiste al reto que supone la publicidad en Internet, la mirada se va a Internet. Pero la red no puede sustituir al papel en la investigación y en informaciones verificables; no puede en una sola página compensar lo que es el mosaico de un periódico, que contiene cultura, negocios, noticias…; y, sin embargo, el modelo de negocio para los periódicos en América, y probablemente en Inglaterra y en el mundo, no está funcionando. The New York Times ha bajado mucho; es un periódico enormemente vital, y mire los problemas que tiene. Y eso sucede mientras nadie hace dinero con los portales de Internet. Así que vivimos un interregno entre el periodismo viable y el periodismo creíble en la red y la vitalidad de los impresos, que son la fuente principal para enterarte de lo que pasa.
¿Y en esa dialéctica hay alguna manera de llegar a un compromiso?
H.E. – Digamos que The Daily Beast funciona y se convierte rentable. Investigan. Y lo que ponen en la red lo ponen también en papel; consiguen una diseminación múltiple. Lo problemático son los ingresos. ¡Pero ni uno de los portales de los diarios hace dinero! El dinero aún viene por los periódicos.
¿Y usted ve Internet como una amenaza o como una contribución?
H.E. – Indudablemente, Internet debilita la posición financiera de los diarios, así que sí es una amenaza. Ahora bien, si yo dirigiera un periódico hoy en día desarrollaría una web lo más grande posible, al tiempo que intentaría retener las energías investigadoras del diario sin desperdiciarlas. Un 30% de lo que cuesta sacar un periódico es la distribución. Y una de las soluciones a medio plazo es que yo me imprima el periódico en casa, desde la web. Y eso puede que ocurra fácilmente en los próximos diez años… Y lo que tendrías que hacer es comprar una licencia para imprimirte el periódico en casa. ¡Te ahorras el 30% de lo que te cuesta el reparto! Evidentemente, la gente que conduce los camiones tendrá que encontrar otro empleo, pero es que la vida económica es así… De esta manera se mantendría la energía de la prensa, su curiosidad, se mantendría la competencia, las capacidades legales, la credibilidad de la prensa impresa. Ahora mismo, si te pasas por completo a Internet, te toparías con la diseminación de muchas mentiras, y a nadie que pague por ellas.
Menudo dilema para los periodistas que ya tienen su edad.
H.E. – Y la suya. Tengo que decir esto: la web es un recurso tremendo para el periodismo. Una sentencia por difamación, que yo gané, está colgada en la web, no tuve que ir a Seattle a leerla. Con los motores de búsqueda y los comentarios en la web tenemos la posibilidad de llegar a una edad dorada del periodismo. Una edad dorada, porque es más fácil ahora descubrir cosas. Y también es más fácil publicar basura. ¿Qué triunfará?
Pongamos que persisten los diarios. Pero se pueden matar.
H.E. – Sí, desde luego, se hace todo el rato. De hecho, lo predije, en un artículo para la revista Strategy: en cuanto el objetivo sea financiero y no periodístico el periódico decae y se cae. En cuanto se empieza a destruir el contenido periodístico del diario no hay la más mínima posibilidad de éxito. Imagínese: se compra una orquesta, y lo primero que hace es deshacerse de los violonchelos, total, para lo que sirven; y después se deshace de los timbales… ¡Y luego te pones a tocar a Beethoven y no te sale! Beethoven no suena del mismo modo sin los timbales o sin los violonchelos, de igual manera que un periódico no suena a periódico cuando ha perdido a su equipo internacional o a sus corresponsales.
La vocación es una energía, dice usted. ¿Se pierde?
H.E. – Es imposible perderla. Yo leo periódicos, los leeré siempre. Cuando me vaya al otro lado entraré diciendo: ‘¡Quiero La Gaceta de San Pedro!’.
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Jornalista