Sunday, 22 de December de 2024 ISSN 1519-7670 - Ano 24 - nº 1319

‘Sinto que o ofício está se acabando’

Lo que hace a un buen reportero, decía Ben Bradlee, es la energía. Alma Guillermoprieto (reportera, mexicana, de 59 años) trabajó con él, y responde de las cabezas a los pies a esa exigencia. Enérgica y latinoamericana. Escribe para The New Yorker, para National Geographic, para The New York Review of Books, estuvo en la plantilla del Washington Post, y es una reportera que ahora forma parte de la Fundación Nuevo Periodismo que fundó Gabriel García Márquez.


El libro Al pie de un volcán te escribo (Plaza y Janés, ahora casi inencontrable) es una suma de algunos de sus mejores reportajes, y es una joya en cuyo caleidoscopio se ve al milímetro el drama de América Latina, su país. Cuando la vimos, en Guadalajara, México, estaba sentada con unos alumnos de periodismo a los que les contaba su experiencia, en la cátedra Julio Cortázar que presiden Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes. Y luego estuvo con Gabo platicando sobre periodismo y hablando de este oficio ante un grupo amplísimo de personas que la escucharon contar, precisamente, la raíz de su pasión por el periodismo y por América.


Ese libro (y otros, Los años en que no fuimos felices, Samba) recoge no sólo su pasión, sino su forma de convertir en metáfora el dolor que ha visto; ahora ha publicado, también, Las guerras en Colombia, y de esa experiencia, que ella siempre vive en primera persona, nació una frase que es como el emblema de su manera de aparecer ante la realidad: ‘Hoy hace guerrilla, mañana tempestad’. Ha dicho que ese reporterismo suyo, en concreto el de las guerras, le ha permitido acercarse a ‘La muerte como forma de vida’, un asunto que la tuvo metida hasta el cuello en un drama que también era ‘una vida dichosa atravesada de ráfagas de sufrimiento y de rabia’. Una periodista.


A los chicos que le escuchaban en la cátedra Cortázar les pidió lo mismo que a los que la escucharon de noche: curiosidad, no quedarse con la primera impresión. Nosotros hablamos con esta mujer pausada y fibrosa después de la clase con los que quisieran imitarla.


***


¿Qué les ha enseñado a los chicos?


Alma Guillermoprieto – Nada. Les puse a leer sus propios textos, y a criticarse. Como para dejarles con la idea de que el periodismo en comunidad con los lectores, pero también entre ellos mismos. No hay nada más sabroso que juntarse en una cantina un jueves por la tarde una vez al mes a comentar todos los textos de la semana. Eso es un taller. Un taller mío, por lo menos.


¿Qué tendríamos que hacer los periodistas que no estuviéramos haciendo?


A.G. – Reportear. Y en América Latina y en Estados Unidos tenemos el lavado del narcotráfico como gran tema pendiente. He estado viendo The Wire, esta fantástica serie de televisión, y ahí se dice: ‘Cuando tú, como policías, sigues el hilo de la droga, encuentras droga. Pero cuando investigas sobre el lavado de dinero no sabes a quién vas a descubrir. Y por eso ese trabajo no se hace’. Porque a lo mejor das con un secretario de Estado, con el jefe de la basura municipal. Así que en esta guerra absurda contra las drogas no se hace el trabajo más difícil y necesario…


¿Por qué?


A.G. – Porque hay demasiados intereses involucrados. El narcotráfico es un gran negocio para mucha gente: para quien cultivas las drogas, para quien reparte las drogas, para quien persigue las drogas… Es un enorme negocio. Reciben enormes presupuestos del Estado cada año los policías, la policía investigativa, los jefes de seguridad… A ninguno de los participantes les interesa mucho que acabe el narcotráfico.


Pero, un oficio que fue capaz de acabar con el presidente de Estados Unidos, ¿cómo se para ante eso?


A.G. – El presidente era uno solo, y era muy poco popular.


Y no tenía dinero.


A.G. – Y no tenía dinero. El narcotráfico es una red que ya abarca toda Europa, todo Estados Unidos, toda América Latina, una buena parte del sureste asiático, y ahora también incluye ciertos países de África… Hay una imagen que se utiliza mucho para demostrar la inutilidad de la guerra contra las drogas. La usan, por ejemplo, los agentes de la DEA [el departamento anti estupefacientes de Estados Unidos] que después de veinte años en la lucha acaban decepcionados y dicen que combatir el narcotráfico es como pellizcar un globo de helio por un lado. En seguida acaba el chipote por otro: acabas con el narcotráfico en Bolivia y aparece en Perú. Lo persigues en Perú y aparece en Colombia, y así sucesivamente. Pero la imagen del globo es casi criminalmente incorrecta: la guerra contra las drogas, que es consecuencia de una política de criminalización de la producción y el consumo de narcóticos, produce una especie de sida. Es contagiosa, pasa de un órgano vital a otro, de un cuerpo o país al otro, deja devastación y muerte por donde pasa, y el virus del HIV no se elimina nunca del torrente sanguíneo. Una vez que un país aprende a traficar drogas, quedarán siempre en estado de latencia las redes para traficar armas, mujeres, lo que sea…


Una red gigantesca…


A.G. – Y no es fácil investigarla. Pero aparte de que no es fácil, si te vas por ahí persiguiendo hilitos como hicieron Bob Woodward y Carl Bernstein… Persiguiendo un solo hilito fueron a dar con una persona, Nixon… Imagínate cuánta gente tendría que investigar cuántos hilitos para llegar a desenmarañar toda una red mundial…


¿Se atrevería usted?


A.G. – Yo sí me atrevería, pero ese trabajo se hace en equipo, a largo plazo, y con el respaldo absoluto de un medio. Pero, además, no cualquiera puede ser reportera investigativa. Los reporteros investigativos tienen cerebros muy raros.


¿Cómo es ese cerebro?


A.G. – No piensan como lo hacemos los demás. Hay una curva: mientras mejor es un reportero como investigador, peor escribe. Eso es un problema, siempre tienes que poner en el equipo a un reportero investigativo con uno que sepa escribir… Pero son pocos los que tienen esa mente capaz de juntar pedacito con pedacito y no pensar en otras cosas… Como son escasos…


Ben Bradlee decía que un reportero necesita energía, ‘la historia le lleva y es parte de su alma; mientras no la termina no ha acabado’. Y Woodward dice que los buenos reporteros no dejan que la velocidad o la impaciencia les rompa una historia.


A.G. – Eso es universalmente válido… Ahora estábamos hablando el taller de la necesidad de ser persistentes a pesar de tener encima la hora de entrega… Aunque yo tengo el lujo de no tener que preocuparme de una hora de entrega todos los días. Siempre hay que perseguir la historia hasta el final de su ciclo, no hasta el final de la historia, puesto que las historias nunca terminan, pero hasta el final de ese ciclo de reportería. Por otro lado, a los que tenemos nuestra edad ya nos resulta difícil mantener esa energía, ese amor absoluto por el oficio.


¿No tiene usted esa energía?


A.G. – Me cuesta más trabajo cada vez renovarla. Pero no porque me haya cansado del oficio sino porque siento que el oficio se está acabando.


¿Tan gravemente?


A.G. – Sí, yo creo que tan gravemente. Creo que realmente ahora somos un poquito dinosaurios.


¿¡Qué me dice!?


A.G. – Yo cada vez tengo menos tiempo para leer. Y además cada día me fascina más la nueva tecnología. Me paso horas en internet ¡porque es fascinante!


¿Y eso nos convierte en dinosaurios?


A.G. – Nos convierte en dinosaurios porque yo por lo menos escribo para la gente a la que le gusta leer. Nunca le he tomado el tiempo, pero me imagino que para leer un artículo mío una persona le tiene que dedicar una hora seguidita. ¿Quién hoy en día le dedica una hora seguida a un pinche artículo sobre América Latina que no le va a ser para nada?


Dice usted que el gran asunto es el narcotráfico. Pero los periodistas no lo pueden hacer. ¿Qué pasa?


A.G. – Es fácil en cualquier guerra encontrar periodistas jóvenes y valientes, hombres y mujeres, que se lanzan a la primera trinchera del frente. ‘¡Yo voy, yo voy!’ Se lanzan porque son jóvenes, porque están convencidos de que no les va a pasar nada, porque confían en tener la maña suficiente como para que no les pase nada, y porque saben por donde vienen las balas… En el narcotráfico tú te metes en un túnel negro y no sabes de dónde te van a disparar. Eso no es lo mismo. Encontrar al reportero valiente, o a la reportera valiente, para eso es muy complicado. Y no es justo que un editor lo exija. Esa es una parte del problema.


¿Y la otra?


A.G. – La otra parte del problema es que en América Latina, desgraciadamente, hay una larga tradición de corrupción. En México y en otros países se tiene que luchar contra el chayote famoso, el dinero que se le reparte cada mes al reportero de la fuente. Y si el narcotráfico es capaz de corromper a la Interpol en México, ¿cómo no va a corromper a un pobre periodista que gana ocho mil pesos al mes? ¿Cómo sobreviven los periodistas en el oficio? Esa es la pregunta realmente preocupante en América Latina. Una vez que tú puedes garantizarle la supervivencia económica a una periodista, puedes empezar a pedirle que arriesgue su supervivencia física.


O sea que también es una cuestión empresarial.


A.G. – Es completamente empresarial. Además, si tú estás reporteando y tienes la más leve sospecha de que el jefe de sección de política no es que necesariamente simpatice con el narcotráfico, pero que va a tapar la nota para que no meterse en problemas, ¿para qué te arriesgas? Son muchos los niveles que impiden estructuralmente que el narcotráfico se reportee como es debido. Y, sin embargo, se hace bastante; algo sabemos de lo que quieren esconder.


¿Qué ha tenido que pasar para que una gran periodista latinoamericana, quizá la más importante del mundo de habla española, diga que somos unos dinosaurios?


A.G. – Lo que siempre pasa para que entre en extinción un oficio: una nueva tecnología que lo supera.


¿Lo supera tanto como para dejarnos obsoletos?


A.G. – Sí. En cuanto no haya una reacción fundamental en contra de todo lo sea internet, sí, sí la va a superar. Mira: yo me subo todos los días al sitio de The New York Times en internet ¡y es una maravilla! ¿Qué soy yo? Soy una cronista que se ocupa de juntar palabras de manera que mis lectores tengan la sensación de haber estado en un lugar, de haber entendido algo importante y se hayan emocionado. Más o menos esa es mi ambición. Bueno, pues en una página del sitio del New York Times tienes la nota, tienes los links, y no necesariamente habrás pasado por un momento trascendental, pero en la misma hora o cuarenta minutos que le dedicas a un texto mío podrás haber elegido entre un menú multimedia muy seductor, muy inmediato, muy informativo, y a veces también muy conmovedor.


Pero leer produce una sensación mayor de información, de discernimiento. Discutes con el texto. Lo otro te convierte en un ser pasivo, ¿no?


A.G. – No, no creo que internet te convierta en un ser pasivo. Creo que viendo la televisión te conviertes en un ser totalmente pasivo. ¿Qué creo? Creo que la acción espiritual de leer, leer comprometidamente como leemos los de nuestra generación todavía y los muchachos a los que doy clase en la Universidad, es un acto espiritual, un acto de profunda comunicación a niveles que no son tangibles ni físicos entre la autora y el lector. Tú terminas un libro o un artículo en el cual te has metido profundamente y has creado otro mundo. Esa experiencia de lectura profunda no se reemplaza con nada. Quizá la gente se dé cuenta de eso en algún momento y redescubra la lectura.


O sea que por fin optimista.


A.G. – No: anhelante.


Pero usted es de una raza periodística que ha vivido de la verificación, mientras que en internet hay luces y sombras…


A.G. – Absolutamente, nosotros hemos vivido armando mundos coherentes… Los muchachos tienen esas ganas de navegar (y navegar es la palabra exacta) por la red, navegar infinitamente. Un texto es una escultura, una vasija de barro, una cosa completa y encerrada en sí misma. Y eso seduce todavía a los muchachos en las clases que estoy dictando en la Universidad de Chicago. Y estos chicos a los que he enseñado hoy en el taller me han nombrado un montón de libros que yo no he leído y que ellos han leído con pasión. Visto eso a lo mejor sí estoy siendo demasiado pesimista… Pero, bueno, estamos en medio de esta crisis económica mundial, y esa crisis refuerza la de los medios y yo la resiento, la resiento porque estoy nadando en medio de ella.


¿Cómo hemos llegado a esta crisis?


A.G. – Sin saberlo, sin darnos cuenta, un día aprendimos a usar una computadora… Me acuerdo que escribí mi primer libro en una computadora con letras verdaes, iba clac, clac, clac…, iban apareciendo unas letritas verdes en una pantalla negra… Ninguno de nosotros fue capaz de imaginar lo que iba a pasar entonces. Creo que los medios se montaron muy tarde en el cambio, y eso fue lo que hizo que llegáramos a esta situación. Y otra cosa ha sido que, hasta donde yo entiendo, y no entiendo nada de plata, ningún medio ha sido capaz de aprender a vender en la red algo que los usuarios quieran comprar sin saltarse los anuncios… El día que se descubra eso los medios van a ser hipermillonarios y van a poder tener una cantidad de reporteros repartidos por el mundo, otra vez haciendo cobertura internacional.


La red ofrece un instrumento para navegar, pero no es el barco.


A.G. – Cada día es más el barco, y yo no tengo la menor duda de que los periodistas jóvenes van a armar ese barco, le van a poner el velamen, le van a poner el figurón de proa, le van a poner los remos, le van a poner las velas y lo van a llevar adonde sea. No tengo la menor duda de eso.


O sea que su generación, que es también la de este periodista que le pregunta, va a tener que decir de veras adiós a Gutenberg del todo…


A.G. – Es que es raro un novelista que produzca una gran obra después de haber cumplido los 60 años. Escasea. ¿Por qué no ha de suceder lo mismo con nosotros, los periodistas?


¿Cómo se hizo usted periodista?


A.G. – Por accidente, en 1978. Mi madre tenía un amigo que era periodista, editor de Latinamerican Newsletters. John Rettie. Necesitaba una persona que le enviara material, y me quiso convencer… Acabé diciéndole que sí. Y le enviaba un resumen de lo que leía en los periódicos… Seis meses más tarde vi en la televisión a un conjunto de gente dichosa en un lugar llamado Managua, acompañando a unos muchos guerrilleros… Acababan de canjear a sus presos encarcelados por la centena de reos que se habían tomado en el edificio del Congreso del dictador Anastasio Somoza. Me dije: ‘¡Quiero estar ahí mañana!’ Pedí dinero prestado para el pasaje. ¡Queria estar ahí! El golpe de Estado de Pinochet en Chile me había deshecho el corazón, y cuando cinco años más tarde se produce esta cosa maravillosa yo me quiero subir al avión y verlo. Llamé a John para decirle que me iba a ausentar, y me preguntó por qué. Para que no se enojara le dije que porque unos periódicos y revistas muy importantes de México me lo habían pedido.


Era mentira.


A.G. – Por supuesto. Y él se ofreció a pagar los gastos… Mis maestros fueron mis colegas, que se divirtieron mucho que no era ni siquiera novata sino una loca que había llegado ahí a querer aprender periodismo, o más bien cómo era eso de vivir una revolución haciendo periodismo. Todos los periodistas estaban en el único hotel moderno de Managua, el Intercontinental. Ahí estaba el corresponsal del New York Times de entonces en México, Alan Riding, a quien habían conocido por medio de John Rettie. Le dije: ‘Ayúdame porque no tengo la menor idea de lo que estoy haciendo aquí’. Alan me ayudó, me ayudaron los demás, me fui con la bola, tuve la suerte de llegar a un lugar donde había una bola de periodistas, y le hice la primera entrevista a Sergio Ramírez.


Ahí empezó todo.


A.G. – Ahí empezó todo.


Y la historia de su trabajo parece una respuesta a Rettie: ha contado América Latina. ¿Qué hace el periodismo por contar que aquí además de problemas hay energía?


A.G. – Una de las cosas que se han de hacer es empezar a vivirnos como latinoamericanos… Tenemos una lengua, una religión, grandes aspectos culturales en común, y hasta hace quince años yo diría que hemos vivido en perfecto aislamiento los unos de los otros, sin instituciones latinoamericanas. Entonces, ¿qué reivindico del Che a estas alturas? Que fue el primer latinoamericano, que se vivió a sí mismo como latinoamericano. ¿Cuántas instituciones latinoamericanas hay? Muy pocas. Creo que la Fundación de Nuevo Periodismo, de la que me enorgullece formar parte, es una de las primeras y de las más importantes instituciones latinoamericanas, porque tenemos talleres a los que acuden periodistas jóvenes de todos los países de América Latina, y conviven y se descubren a sí mismos como latinoamericanos. Eso a mi me parece maravilloso. Crear un periodismo latinoamericano empieza por ahí, por ser conscientes de que existimos como tal. De repente surgen medios latinoamericanos como El Gatopardo, que ha sido muy importante en ese sentido. El País ya se puede leer en toda América Latina, porque es un medio iberoamericano… España va descubriendo América Latina como una zona con la que se puede dialogar y como una zona de renovación vital, me atrevo a decir, para una España que lleva demasiados años existiendo en la rutina.


Le decía a los estudiantes los errores que cometemos los periodistas. ¿Cuáles son los más graves?


A.G. – El sentimentalismo, la condescendencia, la pobretería. Vamos a reportear siempre a los pobres porque ellos no tienen abogados, no nos van a montar una demanda por lo que digamos de ellos. Insisto en que deberíamos reportear a los ricos con la misma obstinación, pero no lo hacemos porque los ricos tienen poder. Otro error: confundir la denuncia con ser contestatario.


¿Qué aprendió de este oficio, Alma?


A.G. – Del oficio, no sé. Te cuento lo que he aprendido reporteando en este mundo en el que vivo. En América Latina la inmensa mayoría de la población es pobre, y yo por una simple cuestión de representatividad democrática le he dedicado treinta años a escribir sobre esa mayoría. La gente a la que yo he reporteado ha resultado siempre más mañosa, más capaz de sobrevivir, más llena de humor, más irreverente y más sagaz de lo que nosotros pensamos. No viven en la autocompasión, de manera que he intentado no escribir nunca buscando que mis lectores digan: ‘¡Ay, pobrecitos de los pobres!’ Es una región muy vital, llena de gente absolutamente decidida a salir adelante.


Dentro de poco, 60 años. ¿Reportera para siempre?


A.G. – De momento, jardinera para siempre. Yo ahorita tengo ganas de regresar a mi jardín… ¿Te acuerdas de ese momento final de Candide, de Voltaire? Candide se encuentra con su viejo amigo el doctor Pangloss y con su amada; después de haber pasado por todas las guerras, desastre, plagas y torturas, Voltaire hace decir a su personaje, Candide: ‘Y ahora, mis amigos, hay que ir a trabajar al jardín’…


¿Y hemos sido felices en este oficio?


A.G. – Insisto en que este oficio está muriendo porque no le veo alternativa, pero con eso no quiero decir nada patético… Cuando a mi me hagan la entrevista de los últimos de la especie quiero que quede claro que los que ejercimos este oficio vivimos muy felices, muy sabrosamente, que fuimos como Marco Polo, descubridores de nuevos mundos, y que el escribir, el reportear, el viajar, el comer tortas ahogadas en Jalisco y ostras y champán en París, caminar por paisajes que embelesan y conversar con la gente que más ha sufrido o que más alegría ha dado o que más nos ha inspirado a todos, presenciar los hechos que han conmovido al mundo y vivir, como los gatos, siete vidas en una sola…, todo eso ha sido un privilegio y una maravilla.

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Jornalista