Este artículo no está escrito por una máquina. La advertencia, pese a la fotografía y la firma, pronto será imprescindible. Hace pocos días (9/03/2010) Ives Eudes explicaba en el diario Le Monde que entramos en La era de los robots-periodistas. Una simple crónica del partido entre los Minnesota Twins y los Texas Rangers, por ejemplo, venía ya firmada por The Machine (La Máquina). Ideada por dos profesores de la universidad Northwest (Illinois), el periodista-máquina es fruto de un programa de inteligencia artificial llamado Status Monkey, actualmente en pruebas.
El periodista francés explica cómo esa máquina rastrea todos los datos, todos los estilos de escritura y es capaz de redactar una crónica desde el punto de vista del que juega en casa o del visitante y, de acuerdo con las instrucciones del editor, sólo informar o bien animar a la afición. El invento puede aplicarse a cualquier rama del periodismo y se ha especializado en el seguimiento integral de la actualidad. Un programa similar ya ha creado en Estados Unidos un telediario, News at seven, en Internet presentado por Zoe y George, dos seres virtuales, naturalmente.
Vantagens da democracia
¿A alguien le extraña que un robot suplante a un supuesto trabajador intelectual o que unos homínidos sustituyan a los presentadores de carne y hueso? ¿No hay ya periodistas y presentadores que parecen dóciles máquinas de absoluta disponibilidad? ¿Y no es real la perspectiva de un robot-escritor de best sellers o, por qué no, de poesía? Uf. ¿Para qué van a hacer falta escritores, periodistas o gente que, simplemente, piense, si eso ya resulta mucho más fácil gracias a una máquina capaz de procesar en segundos millones de datos? Añadamos que una máquina no reclama ni copyright ni derecho alguno de propiedad intelectual.
Ignoro si existe el pintor-robot, el artista-máquina, pero cosas tan impensables como que los chinos fueran propietarios de buena parte de la riqueza de los Estados Unidos, o los árabes de las tradiciones inglesas y unos rusos se hicieran con la propiedad de periódicos británicos, o que los alemanes pudieran comprar media Grecia y Dios sabe qué más maravillas geopolíticas, todo eso hoy es perfectamente real y no parece extrañar a nadie.
Hace pocos días, en Australia, reconocían oficialmente algo que no existía todavía: un nuevo sexo, el neutro (soy incapaz de definirlo más allá de su propio nombre, pero parece que no tiene que ver con la transexualidad, hoy muy déjà vu). Y se aplaude y jalea el genio de Mark Zukerberg (amo de Facebook) que insiste en optimizar los beneficios (para sí mismo) del ‘negocio de la intimidad’ y al espíritu borreguil del tecnocratismo de pacotilla.
El ex canciller Helmut Schmidt en su espléndida autobiografía (Fuera de servicio, Icaria) recién aparecida, hace un impecable inventario de las maravillas que el ‘capitalismo de rapiña’ (sic) movido por una codicia infecciosa (la infectious greed (sic) de Alan Greenspan) deja como herencia cultural y moral. Pero el ex canciller es ya algo muy antiguo que no hace otra cosa que advertir al personal sobre las ventajas de la democracia y de la necesidad del reparto de la riqueza global, comparándolas con las necedades – y vícios – de la cultura neocon que, por lo que se ve, no va a desaparecer sin antes dejar muchísimos damnificados sobre la tierra.
Jovens e mulheres
Con el robot-periodista inventado, queridos amigos, ya puede esperarse cualquier cosa y parece muy claro que las personas, el humanismo y la humanidad entera, sobran. Cuando no queda lugar sobre la tierra a lo más propio de los seres humanos, la capacidad de pensar, de relacionar cosas y atar cabos sobre la realidad – esa anomía sin sentido es lo que vemos todos los días en todos los terrenos – no cabe hablar de crisis sino de revolución, de vuelco. Hace años (en 1992, nada menos), el periodista André Fontaine, director de Le Monde durante muchos años, lo definió, en una entrevista que le hice, como ‘la revolución de las dimensiones (de tiempo y espacio)’.
Quienes pertenecemos a la denostada generación sesentaiochista y seguimos pensando que el futuro ultraconsumista, regido por el valor del dinero se barruntaba ya en los años setenta – véase ¡horror! Marcuse – contemplamos el actual trajín con tanta preocupación como distancia. También nos permitimos un suspiro de alivio: pertenecemos a una ¡generación privilegiada! que conoció la realidad real pese a no vivir más guerras que las económicas. Situados entre la píldora y el sida, fuimos testigos de cómo el sexo pasaba de ser pecado a convertirse en obligación, y vimos cómo la censura política se transformaba en censura económica, mientras las ideologías dejaban paso a los intereses.
Ni los periodistas ni los escritores de esa generación – que hizo que el mundo descubriera a los jóvenes y a las mujeres – imaginamos que tendríamos que competir con robots, como si el humanismo y la información fueran un campo de patatas. No creo que lo mereciéramos, pero la nuestra – por otras muchas razones que un día explicaré – fue, desde luego, una generación privilegiada.
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Jornalista e escritora