Todo parece conjurarse para que el desbarajuste y la confusión acaben por convencernos de que el presente es un caos y de que, nosotros también, estamos locos. Pues no, amigos. Seguro que todos conocemos gente perfectamente cuerda, incluso dentro de estos indignados (del 15-M) que si no han dado el paso a la abierta rebeldía -las élites tóxicas tratan de contaminarlos con su violencia- es precisamente porque les mueve una sensatez pedestre, democrática al fin.
A estas alturas, está perfectamente estudiado y definido -hasta por películas- cómo y por qué se ha llegado a una situación de miseria moral (los ricos reciben limosna de los pobres ante las narices atónitas de nuestros representantes democráticos) que puede parecer un tráiler del “fin del mundo”. Esta miseria moral, impulsada por minorías tóxicas, promueve el miedo y la parálisis para tener el campo libre.
Nada nuevo. La historia ha conocido crisis, dificultad y terror, pero, a largo plazo, acaba venciendo lo que permite tener esperanza en la humanidad. Pura supervivencia de la inteligencia frente a la estupidez.
Olvidar que siempre es una minoría -enloquecida, ciega- la que crea los grandes problemas es un enorme error. Lo llamativo es que nuestra cultura mediática, maniática del género people y de personalizar éxitos o fracasos, mantenga tan descomunal recato e incapacidad para nombrar a los promotores de estilos de vida tóxicos. Así, se recurre a la fabulosa abstracción de “los mercados” y a la ingeniosa generalización de que “todos somos culpables” por haber creído la fantasía thatcheriana del “capitalismo popular”, inventada por Milton Friedman, padre de los muy tóxicos Chicago boys. (Si llego a saber la influencia que tendría el señor Friedman cuando le entrevisté en mi juventud periodística, en 1973, me lo hubiera tomado más en serio). Los fantasmales “mercados” encuentran su réplica en ese latiguillo prepolítico de los indignados: en ambos casos, la realidad no tiene nombres.
Pero ahí están esas élites tóxicas que, como dicen Alain Touraine y Edgar Morin en sus últimos libros, “han destruido la idea de sociedad”. Y, de paso, la idea de Europa y todo lo que ha representado el método europeo de colaboración y trabajo inclusivo.
Instinto tribal
¿Quiénes forman esas élites tóxicas? “La historia es el crematorio de las aristocracias” escribió el sociólogo Vilfredo Pareto, él mismo aristócrata, a finales del siglo XIX, que definió la teoría sobre la circulación de las élites. Acusado de fascista y antidemócrata, describió perfectamente cuando una élite -una minoría que sobresale por sus conocimientos, poder o influencia- se convierte en una aristocracia que utiliza la astucia y la corrupción para mantener su poder. Una conducta tóxica que se repite y en la que sociedades y gentes tropiezan una y otra vez. Actualicémonos.
Desde que el escritor Tom Wolfe los bautizó como “los amos del universo”, en su memorable La hoguera de las vanidades (1987), el prototipo no ha hecho otra cosa que crecer, multiplicarse, enredarse, sofisticarse, perfeccionarse y degenerar. Hasta convertirse en una especie depredadora que solo entiende la sociedad -esa abstracción que formamos todos los individuos- como territorio de caza.
¿Qué se caza? Poder, dominio, influencia, visibilidad, legitimidad, autoridad: este es el abanico moral del asunto. ¿Demasiado abstracto? Nada de eso: la partida de caza casi siempre se traduce en algo muy concreto y vulgar: dinero. Si, por un casual, el dinero fuera secundario, el gran premio va en especies: vanidad saciada.
La especie tóxica tiene élites representantes en todos los ámbitos, desde la política y las finanzas hasta, incluso, sus víctimas más conspicuas, pasando por escuelas -¿de negocios?- que imparten verdades fundamentalistas sobre una convivencia exclusivamente entre rivales. Los políticos que ignoran la pluralidad y la responsabilidad pública, quienes se benefician de ingresos salvajes y quienes los jalean, quienes mercadean con las víctimas y aquellos que hacen de “el otro” un enemigo, forman élites que sintonizan en la toxicidad.
Su individualismo sin fisuras, su vocación aristocrática, convive con un instinto tribal de comunidad de intereses: ayuda mutua a cambio de protección. Los llamamos lobbies, también “mafias”. Con su influencia, la caza adquiere envergadura, autoridad y se transforma en modelo social y estilo de vida tóxico, como si fuera lo normal.
Política real
Así llegamos a endeudarnos y pensar que todo estaba a nuestro alcance. Es bueno que hoy se reivindique la austeridad. Lo tóxico es que esa austeridad se aconseje a los pobres: lo que llegue a pagar Dominique Strauss-Kahn por su defensa -lo mínimo son cinco millones de euros- es una obscenidad.
Como siempre, el exceso engendra su fracaso: ya percibimos anticuerpos, antitoxinas. Los síntomas están ahí: empieza a reivindicarse la democracia y la política real. ¿Una pequeña élite, abierta y generosa, puede construir un futuro mejor? Desde luego: las minorías también sirven para eso.
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[Margarita Rivière é jornalista e escritora]