El pasado mes de noviembre me incorporé a Wikileaks para trabajar durante un trimestre. Pocos días después sufrí el primer choque cultural, cuando Julian Assange reunió a su equipo de confianza y a varios seguidores en Ellingham Hall, una mansión propiedad del fundador del Frontline Club y defensor de Wikileaks, Vaughan Smith.
En torno a la mesa del comedor, el equipo esbozó un plan para los meses siguientes, destinado a hacer públicos los cables diplomáticos estadounidenses filtrados de forma selectiva, con el fin de lograr la máxima repercusión. La primera fase consistiría en publicar unos cables escogidos, importantes – y cuidadosamente editados – a través de The Guardian, The New York Times, Der Spiegel, Le Monde y El País. La segunda fase sería extenderlo a otros medios de comunicación.
No obstante, era evidente que iban a quedar numerosos cables de escaso interés para los medios. Varias personas presentes en la reunión – yo entre ellas – destacamos que aquellos documentos, que seguramente ascendían a cientos de miles, no podían publicarse sin ser editados con un cuidado similar. Otros mostraron su desacuerdo con gran vehemencia.
Johannes Wahlström, periodista sueco e hijo del activista antisemita de Wikileaks Israel Shamir, gritó: “Os dais cuenta de que la idea de no publicar todos estos cables es completamente inaceptable para las personas sentadas en esta mesa, ¿verdad?”. Julian se puso del lado de Wahlström. De una u otra forma, dijo, había que acabar publicando todos los cables.
Acusaciones aún más graves
Hubo más episodios decepcionantes. En diciembre de 2010, un periodo en el que Wikileaks tenía problemas hasta para reunir 10.000 dólares destinados a la defensa de Bradley Manning, el soldado estadounidense acusado de haber filtrado los cables, Assange prometió en privado varios miles de dólares australianos para financiar Juice News, el grupo responsable de los vídeos humorísticos en apoyo a Wikileaks aparecidos en YouTube.
Se avecinaba el arresto de Julian, acusado de agresión sexual. Consciente de que iba a necesitar dinero para pagar la fianza, buscaba fuentes de financiación. Trató de utilizar los fondos de Wikileaks, el dinero recibido a través de donaciones. Acudió a la Fundación Wau Holland, que administra la mayor parte de las finanzas de Wikileaks, con el fin de pedir una suma sustancial “para el futuro de la organización”. Como era su obligación, los responsables de la fundación se negaron porque la defensa legal personal de Julian no era uno de los fines a los que estaban destinadas las donaciones.
Assange intentó entonces obtener el dinero retenido por la división de Wikileaks en Islandia y pidió a los directivos que firmaran una carta autorizando la transferencia del contenido de sus arcas (mucho menores). Cuando pregunté a uno de ellos si esa transferencia era legal, respondió: “No tengo ni idea”. Pero firmó de todas formas. Al final, Julian consiguió que le dieran dinero varias celebridades. Pero yo pensé que usar los escasos recursos de Wikileaks para sufragar sus gastos legales personales era una acción indefendible desde el punto de vista moral.
WikiLeaks no es una organización convencional. No tiene junta de gobierno, ni directivos, ni unas normas reales. En un entorno tan febril, y dado que Julian era tan fundamental para el funcionamiento del grupo, no es extraño que algunos pudieran considerar apropiadas esas acciones. De modo que apreté los dientes y decidí seguir adelante.
Sin embargo, mi consternación se intensificó con la aparición de Israel Shamir, un autodenominado “activista de la paz” ruso con un largo historial de escritos antisemitas. A los miembros del equipo nos presentaron a Shamir con el seudónimo de Adam, y sólo varias semanas después de que se fuera – con un inmenso tesoro de cables sin editar – empezamos a descubrir quién era. Empezaron a llegar preguntas de periodistas. Un poco de investigación reveló su desagradable historia, pero me dijeron que Julian no quería que Wikileaks publicase nada que resultase crítico con Shamir. En su lugar, para nuestra vergüenza, hicimos pública una declaración en la que nos limitábamos a distanciarnos de él.
Luego hubo acusaciones aún más graves. Habían visto a Shamir saliendo del Ministerio del Interior de Bielorrusia, el país dictatorial del este de Europa. Al día siguiente, el dictador que gobierna el país, Alexander Lukashenko, presumió de que iba a crear un Wikileaks bielorruso para demostrar que EE UU estaba dando dinero a sus rivales políticos.
Los cables contienen detalles sobre activistas
Tras las elecciones generales, se produjeron decenas de detenciones de activistas de la oposición, pero Shamir escribió un artículo en el que plasmaba la idílica imagen de unas elecciones limpias y libres en un país feliz. Los grupos de derechos humanos exigieron respuestas, ante el temor a que Bielorrusia hubiera podido tener acceso al contenido de los cables. Nadie contestó. Julian no quiso estudiar el asunto. Para ser una organización supuestamente dedicada a los derechos humanos, la aparente falta de preocupación ante una acusación tan grave fue apabullante.
Mis visitas al cuartel general de Wikileaks se volvieron menos frecuentes, y traté de salirme de la organización antes de cumplir mi periodo. Me negaron el permiso. Durante varios días me acorralaron para pedirme que firmase un acuerdo para mantener la boca cerrada. Se pidió a los miembros de confianza que “ejercieran presión psicológica” para animarme a firmar, lo cual me demostró que había un espíritu cada vez más similar al de una secta en el interior del grupo.
Me sentí inquieto e indeciso. Seguía pensando que los objetivos de la organización, en muchos sentidos, eran loables, que las presiones económicas y legales eran injustas y que su modo de publicar los cables era mucho más responsable de lo que le reprochaban. Pero no podía estar de acuerdo con su cultura interna, su falta de exigencia de responsabilidades, su inclinación a mentir en público y, sobre todo, el hecho de que no condenaran a Shamir. Apoyaba los principios de la organización, pero no sus métodos.
La última gota llegó el viernes pasado. Al anunciar la existencia del alijo de documentos sin editar y publicarlos en su totalidad, Wikileaks ha hecho más daño a la causa de la libertad en Internet – y a los que se atreven a denunciar – que cualquier acción represiva que pudiera emprender jamás el Gobierno de EE UU.
Antes de que se empezaran a publicar los cables cuidadosamente editados, hubo activistas de los derechos humanos, ONG y grupos que trabajan con víctimas de crímenes espantosos que se pusieron en contacto con Wikileaks para pedirnos que no se hiciera público ningún nombre. El hecho de poder asegurarles que se iban a ocultar los detalles para su protección fue un alivio inmenso.
Los cables contienen detalles sobre activistas, políticos de oposición, blogueros en países autocráticos con sus nombres reales, víctimas de crímenes y coacciones políticas y otros a quienes su conciencia les empujó a hablar con el Gobierno de EE UU. Nunca deberían haber tenido que sufrir el temor a quedar al descubierto por culpa de una supuesta organización de derechos humanos.
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[James Ball é ex-funcionário do Wikileaks]