‘Algunas veces, para defender el derecho de los lectores a la información hay que defender antes a los periodistas. Lamento tener que decirles que estamos en esa situación. En los países con libertad de prensa, la relación entre política y periodismo suele ser tensa, pero respetuosa. Cada uno hace su trabajo. Y todos suelen respetar unas reglas del juego que incluyen dos principios: la obligación del periodista de preguntar e indagar de forma responsable, y la obligación del político de responder de su actuación ante los ciudadanos. En España, esas reglas están sufriendo un grave deterioro.
En las últimas semanas habrán podido observar cómo periodistas de diferentes medios eran ninguneados por el líder de la oposición, Mariano Rajoy; el presidente de la Generalitat valenciana, Francisco Camps, y otros cargos públicos del Partido Popular, en sus intentos de escabullirse de las molestas preguntas sobre el caso Gürtel. El principal líder de la oposición ha estado desde el 13 de abril hasta esta semana sin convocar una conferencia de prensa y en los escasos e inevitables contactos con los periodistas se había negado a responder a sus preguntas. Lejos del elegante non coment de la cultura anglosajona, algunos políticos no se conforman ya con no responder. Se permiten, como Camps, responder con astracanadas y hasta con mofas.
Comparto el criterio de que los periodistas no han de hacer partícipes a sus lectores de sus cuitas, ni siquiera de las dificultades que tienen para realizar su trabajo. El Libro de estilo de EL PAÍS lo dice claramente: ‘El derecho a la información es sobre todo del lector, no del periodista. Si se encuentran trabas, se superan; si éstas añaden información, se cuentan; si no es así, se aguantan. Las columnas del periódico no están para que el redactor desahogue sus humores, por justificados que sean’. Cierto. Pero si hoy he decidido compartir con ustedes esta reflexión es porque creo que esta falta de consideración hacia el trabajo periodístico no es una simple anécdota. Es el síntoma de algo más profundo y bastante más grave: el intento, cada vez menos disimulado, de negar a la profesión periodística su papel de intermediario, la función social que ha venido ejerciendo como garante de la libertad de información y como elemento activo de control del poder.
Una carta recibida esta semana me ha hecho pensar que no es sólo un problema de los periodistas. Es también un problema de la ciudadanía. La escribe Miguel Moya Sánchez y dice: ‘La frecuencia con la que algunos políticos con importantes responsabilidades utilizan a la prensa como mero transportista de sus opiniones, hace que la función social del periodismo vaya disminuyendo y perdiendo a la vez interés entre los lectores’.Tiene toda la razón. El problema comenzó cuando algunos cargos públicos del PSOE y del PP empezaron a convocar conferencias de prensa en las que no se admitían preguntas. Ya en febrero de 2004, la entonces Defensora del Lector, Malén Aznárez, advertía de la gravedad del asunto: ‘¿Por qué los periodistas tienen que aceptar ser comparsas en falsas ruedas de prensa, que luego aparecen como genuinas en todas las televisiones, dando visos de veracidad a lo que en realidad es un fraude informativo?’, escribía.
La situación no ha mejorado. Al revés, ha empeorado. He consultado a un buen número de redactores de EL PAÍS y también de otros medios y todos confirman que esta práctica se repite con frecuencia y se ha extendido como una mancha de aceite a la política regional e incluso la local. El 12 de julio, por ejemplo, Joan Puigcercós convocó como secretario general de ERC a una rueda de prensa para hablar de la financiación autonómica. Después de cuatro horas de espera, compareció, hizo su declaración y se negó a aceptar ninguna pregunta. Lo mismo han hecho con frecuencia Jordi Pujol o Juan José Ibarretxe.
En realidad, estas ‘declaraciones institucionales’ forman parte de una estrategia destinada a eludir el filtro del periodismo. Para ‘facilitar’ el trabajo de los periodistas en las campañas electorales, los partidos empezaron a facilitar a los medios, vía satélite, la señal televisiva de sus actos. Los medios pueden obtener gratuitamente las imágenes, pero son los realizadores del partido quienes controlan las cámaras, y por tanto, lo que se emite. Durante un tiempo, los medios podían acceder, si lo deseaban, con sus propias cámaras. Ahora, el PSOE y PP han dado un paso más: la única imagen posible es la que facilita el propio partido, en algunos casos incluso editada.
El PP ha utilizado este procedimiento en el caso Gürtel. Cuando Camps fue exculpado de un delito de cohecho, pero seguían pesando graves sospechas sobre el PP valenciano, envió a los medios unas declaraciones grabadas de una falsa rueda de prensa. Y cuando la Fiscalía Anticorrupción decidió recurrir el sobreseimiento, María Dolores de Cospedal, hizo llegar a los medios una grabación editada también por el partido en la que acusaba al Gobierno de utilizar la Fiscalía General del Estado contra el PP. Declaraciones tan corrosivas para las instituciones democráticas no se habían hecho nunca. Ningún periodista tuvo oportunidad de interrogar a Cospedal sobre las pruebas que podía aportar. Y sin embargo, el PP logró su propósito: las acusaciones de Cospedal fueron al día siguiente grandes titulares de portada.
Miguel Moya interpela a las direcciones de los medios: ‘Aparentemente, la jerarquía periodística responde con tibieza a ese abuso. (…) Debemos deducir que quienes dirigen los medios periodísticos aceptan, tal vez con poca complacencia, pero en camino de acomodarse, este nuevo modelo de periodismo que imponen los que tienen el poder o aspiran a tenerlo’.
Hace algo más de un año, por iniciativa del presidente de la Asociación de la Prensa de Madrid, Fernando González Urbaneja, y del decano del Colegio de Periodistas de Catalunya, Josep Carles Rius, los directores de 10 grandes diarios firmaron una declaración en la que criticaban las ruedas de prensa sin preguntas y los intentos de prefabricar titulares e informaciones. ‘El ejercicio del periodismo pasa por crecientes dificultades que deterioran la calidad de la democracia y perjudican a los ciudadanos’, decía la nota. Preguntado sobre la cuestión, Vicente Jiménez, director adjunto de EL PAÍS, responde: ‘Son prácticas que desprecian el papel del periodismo como mediador social activo. El periodista ha de poder cuestionar, preguntar, indagar. De lo contrario se convierte en un mero repetidor de mensajes. Se está socavando la relación entre los poderes públicos y los medios. La situación nos produce un gran malestar, pero no hemos logrado obligar a los políticos a corregir estas prácticas’.
En el caso de EL PAÍS, la dirección ha decidido que se informe al lector cuando se produzcan estas circunstancias. ‘Pero llega un momento que no sirve de nada’, admite Jiménez. González Urbaneja se muestra crítico con la pasividad de las direcciones. ‘Antes del verano, envié una nueva carta a los directores de medios audiovisuales y escritos, señalando la gravedad de la situación e instándoles a intervenir. De los 14 directores a los que me dirigí, sólo me han contestado tres’.
Los partidos políticos tienen todo el derecho a buscar canales de comunicación directos con la ciudadanía. Pueden crear sus propios medios y administrarlos como les parezca conveniente. Pero no es eso lo que hacen. Lo que hacen es intentar condicionar a los medios existentes, ya sean públicos o privados, para que acaben actuando como meros canales de transmisión de sus intereses propagandísticos. Y, a lo que se ve, los medios no saben cómo evitarlo.
Los esfuerzos de los partidos por convertir la información en propaganda no se limita a estas prácticas restrictivas del derecho a la información. También incluye el control de las fuentes informativas, pero de eso hablaremos otro día.’