Monday, 23 de December de 2024 ISSN 1519-7670 - Ano 24 - nº 1319

Joseph Maria Casasús

LA VANGUARDIA

"Opiniones libres y datos sagrados", copyright La Vanguardia, 3/6/01

"Los lectores tienen derecho a saber qué ideas sostiene o comparte ?La Vanguardia? como institución. ??Acaso un artículo destacado no refleja la opinión del diario??, preguntó un universitario a propósito del texto de Manuel Trallero sobre la Universitat de Barcelona publicado en la página 33 del pasado 24 de mayo.

Si el artículo va firmado sólo representa la opinión del autor. Éste es un principio que fue recordado al final de un editorial publicado el día 25. Decía: ?La opinión editorial de este diario se refleja en esta columna y no en los artículos de sus colaboradores?.

La anonimia (ausencia de firma) es un rasgo que identifica a los textos que expresan la opinión institucional del diario. ??Cómo se distingue un editorial de otro artículo no firmado??, me preguntó hace unos días una lectora a raíz de una crónica de este defensor donde explicaba que la sección ?El Semáforo? es anónima pero no es un editorial.

Los artículos editoriales se distinguen a simple vista por el formato y el emplazamiento capital en primera página de la sección de Opinión. Se caracterizan por el estilo argumentativo y la ausencia en el discurso de la primera y segunda personas del singular. Y la anonimia es el tercer factor que los diferencia de otras piezas de opinión.

Durante los dos primeros siglos de historia del periodismo los textos sin firma eran los que más abundaban en la prensa. El editorial es uno de los pocos vestigios de la gran época del periodismo anónimo. Es una de las pocas especies de género anónimo que han sobrevivido a la ofensiva de la personalización, a la obsesión por firmarlo todo.

En la era del periodismo primitivo (siglos XVII, XVIII y comienzo del XIX) la ?anonimidad? -así la denominaban los teóricos- era hegemónica. Eran muy escasos los textos firmados. Aquella anonimidad tuvo sus defensores fervientes y sus tenaces detractores. El gran debate sobre la legitimidad de la anonimia periodística ocupó un espacio considerable de la literatura académica de buena parte del siglo XIX, e incluso del XX.

La cuestión del anonimato en prensa enfrentó a autores que sostenían que los textos anónimos facilitaban la independencia y la libertad del periodista (así opinaban Carlos Marx y Émile Zola) con los que denunciaban que el anonimato del autor favorecía la impunidad (Scipio Sighele, Schopenhauer).

La anonimidad era un gran tradición inglesa. Incluso en las famosas cartas al director de la gran prensa culta (la sección ?Letters to the Editor? es uno de los monumentos más ilustres de la periodística británica) se omitía entonces el nombre de los lectores que habían escrito las cartas publicadas.

La batalla de la anonimia fue tensa, incluso en Inglaterra, la cuna del diario anónimo. Cuenta Alfonso Ungría en ?Grandeza y servidumbre de la Prensa? (Editorial España, Madrid, 1930), que Binner Dibblee, en 1855 y en la obra ?Anonymous Journalism?, propugnó la obligación de que todos los artículos se publicaran firmados. Ungría añade que a mediados del siglo XIX, en los parlamentos de Francia y de Prusia se elaboraron leyes, que no prosperaron, en contra de la anonimidad. En los años treinta del siglo XX sólo en Brasil se imponía por ley que los autores firmaran los artículos.

El imperio de la anonimia entró en decadencia, principalmente, cuando los códigos penales y la deontología se ocuparon del problema de la responsabilidad de los escritos. De los artículos firmados sólo son responsables sus autores. Son libres allí de expresar su opinión personal, que no es la del diario.

RESPECTO A LOS DATOS, en cambio, no procede invocar la libertad de opinión. Debemos darlos exactos, rectificarlos cuando erramos, o mostrar todas las versiones en aquellos en los que hay duda o discusión.

El lector Josep Moran, doctor en Filología y miembro numerario del Institut d’Estudis Catalans, dice en una carta: ?Del excelente artículo del señor Lluís Permanyer titulado ?Dignificar Sant Pere Màrtir? (?La Vanguardia?, 13 de mayo, pág. 7 de Vivir) -con cuyo contenido básico estoy muy de acuerdo-, me permito precisar una afirmación?.

Moran reproduce el siguiente párrafo del artículo de Permanyer: ?En efecto, hay documentos del siglo X con el nombre de monte Orsa, que derivó en Orsera, Orsal y Ossa; se decía que era en razón de los muchos osos que poblaban la zona, pero según la filología es más razonable sospechar que el original Orsa evocaba tierras en las que era cultivada la cebada?. El lector considera que la filología y la lingüística actuales sostienen científicamente lo contrario. Dice Moran: ?Ursa Ursaria no puede provenir, según la gramática histórica, de ?ordi? (en latín, ordeum); la etimología de este topónimo es precisamente de ?óssa?, femenino de ?ós??.

Permanyer, como yo mismo al publicar en 1976 el libro ?Les Corts: un poble perdut, un barri introbable? (Edicions 62, Barcelona), nos basamos en citas indirectas de autoridad. En mi caso abracé la versión de la cebada, de Balari i Jovany, porque me costaba creer que había osos en Sant Pere Màrtir cuando el latín enraizó en nuestra toponimia. Pero lo que uno supone no es ciencia.

Otro lector, José Alberich Corts, de Barcelona, nos exhorta a respetar el rigor histórico a propósito de una pieza del ?Diario de un Reportero? de José Martí Gómez del pasado día 23 (pág. 27) sobre FET y de las JONS. En la edición del pasado jueves (página 25), el periodista Martí Gómez reconocía el error y daba los datos correctos a partir de la carta de otro lector, Alfonso Pareja. Son éstos: en 1934, la FET no existía. Era FE de las JONS. Ramiro de Maeztu nunca fue triunviro de FE. Sí lo fue Ramiro Ledesma Ramos.

Renovados propósitos de extremar el rigor por parte de todos, incluido el defensor."

    
    
                     

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