Olivier Mouton escribió quejándose no tanto de un error en un editorial en el que se hablaba de las elecciones municipales venezolanas como de que tras haberlo advertido, y recibido una carta del diario conforme se trasladaba a la redacción su aviso, no se había corregido. Finalmente, se procedió a su corrección en la edición digital y al final del texto se añadió una fe de errores, como es debido, en el que se aclaraba que “en el texto original se decía por error que las elecciones municipales serán el 14 de diciembre, en lugar del día 8”, corrección que no se ha realizado en la edición impresa. La citada confusión de fechas, un desfase de una semana, no alteraba la argumentación editorial, pero la crítica del lector apuntaba más a los procedimientos de corrección. Este episodio plantea la conveniencia de revisar este tipo de procesos tanto en el caso, más lamentable, en que se ignoran los avisos de errores por parte de los lectores como cuando hay poca diligencia o claridad a la hora de subsanarlos.
Un antiguo director de Los Ángeles Times, John Carroll, comparó hace años los errores periodísticos con la polución industrial. Y, admitiendo que cometerlos es inevitable, defendía que “un buen periódico se limpia a sí mismo” reconociéndolos y reparándolos. Una encuesta de 2009 de Pew entre lectores de prensa estadounidense reflejaba que un 63% creía que las noticias eran “a menudo” inexactas, pero era mucho peor otro porcentaje: apenas un 21% estaba convencido de que las organizaciones periodísticas estaban dispuestas a admitir sus errores. Y sin embargo, el reconocimiento del error es la manera más honesta y franca de mantener la reputación de un diario que tiene en su empeño central explicar de forma veraz lo que sucede.
El Libro de Estilo de este diario, como he recordado en otras ocasiones, establece que las equivocaciones deben corregirse lo más rápidamente posible “y sin tapujos”.
En este sentido, muchas veces, no basta, por ejemplo en la edición digital, con subsanarlo, debe advertirse en una nota a pie de página del cambio realizado. De no hacerse, se produce confusión entre los lectores, como reflejan los comentarios, ya que quienes han observado el error reciben la respuesta de otros lectores que han leído el texto una vez éste ha sido corregido y no comprenden la causa del reproche.
Las fe de errores en el caso de artículos publicados tanto en soporte impreso como digital deben publicarse en ambos. Alfonso Montealegre, que lee el diario, explica, “con mucho placer desde hace dos años” en Holanda, advirtió de un error en un logo en la infografía que acompañaba un reportaje sobre la extrema derecha en Europa, publicado el 27 de octubre. “Por Holanda se ha colocado al partido VVD, en lugar del PVV (que lleva como emblema un ave, al igual que vuestro PP). El nombre del partido Partij Voor de Vrijheid (Partido por la Libertad) sí está bien. El líder del PVV, Geert Wilders era miembro del VVD, pero abandonó a ese partido para fundar el PVV. En realidad encuentro personalmente poca diferencia entre ambos, pero el VVD cuenta con algunos políticos decentes que se oponen al racismo y eso lo salva ante mis ojos”. Otro lector, hizo la misma advertencia en los comentarios del digital. La infografía se retocó en la edición digital para insertar el logotipo correcto del partido aludido. El lector del digital tuvo ocasión de agradecer la corrección que, sin embargo, no se documentó.
Reconocer el error genera confianza en el medio, no la destruye
Pero también hay casos modélicos. Tras el aviso de un lector, se corrigió un titular en la edición digital y se publicó el correspondiente aviso: “En una versión del texto se sumaba el porcentaje de archivos legales (4,3%) al de los “sin determinar”, por lo que se daba un 70% de archivos legales, cuando no es así”.
Otro episodio, mucho menos frecuente, fue la corrección de la firma de un artículo en la versión digital de un texto en inglés. El original en castellano y su versión en inglés en las ediciones impresas presentaba la firma correcta, pero la versión digital de esta última, por un error técnico en la inserción de la firma, se atribuyó a otra persona. Se trataba de un artículo sobre la mastectomía y se dio la circunstancia que la firma equivocada correspondía a un médico experto en cáncer de ovarios y endometrio con un amplio catálogo de publicaciones. Se subsanó y se publicó un aviso sobre el cambio tanto en castellano como en inglés.
El escrutinio de los lectores no se limita a los errores cometidos por los periodistas. También alcanza a los datos suministrados por las personas sujetos de la noticia. Rubén Carbonero, por ejemplo, alertó sobre la necesidad de comprobar las cifras que suministran algunos organismos. En su carta se refería a la Dirección General de Tráfico cuya directora general, en unas declaraciones, aludió a que, según el CIS, menos de un 0,8% de la población utiliza la bicicleta a diario y puso en relación esta cifra con el dato de 72 ciclistas fallecidos en accidente el año pasado. Según el barómetro del CIS aludido, comentaba el lector para discutir la desproporción señalada entre uso de la bicicleta y accidentes mortales, el 2,3% declara utilizar la bicicleta todos los días, el 0,8% todos los días laborables, y el 3,1% varios días laborables, lo que da un porcentaje superior de “usuarios regulares”.
El grado de corrección que aplican los diarios de referencia es distinto. Hace poco, The New York Times, publicó una fe de errores sobre un nombre propio mal deletreado que advirtió este octubre en un artículo publicado en… enero de 1877. A veces, el acto de contrición no excluye el sentido del humor como hizo The Economist el año pasado. En el texto de la rectificación, tras advertir que una versión anterior del artículo afirmaba que los periodistas de Bloomberg Businessweek podían ser sancionados por sorber vino con sifón en el trabajo, el texto concluía que “esto no es cierto. Perdón. Debíamos estar bebidos en el trabajo”. Al margen del acierto en este caso de la ironía sobre sí mismos, las fórmulas jocosas de corrección no son aconsejables en la medida que puede parecer que se devalúa su importancia.
Lo que es básico es hacer la corrección y reconocerla, publicando una aclaración, cuando el error modifica un hecho, un dato. Las faltas de ortografía, por ejemplo, deben eliminarse pero no exigen en la mayoría de los casos una aclaración adicional ya que son llamativas y penosas, pero no suelen generar confusión. Otra cosa son nombres propios que pueden confundir sobre la persona. En Estados Unidos, por ejemplo, citar erróneamente el apellido del Barack Obama como Osama no resulta anodino tras las campañas acusándole de ser musulmán. Craig Silverman, especialista en los errores periodísticos, ha explicado en reiteradas ocasiones que la corrección bien hecha genera confianza en el medio, no la destruye. Los estudios demuestran, ha escrito, que los lectores no pierden la confianza cuando ven los avisos sobre errores, al contrario, ayudan a construirla “porque la gente sabe que metemos la pata”.