‘Los monitores de una colonia de verano avisaron a los padres de unos niños que podrían ver por internet fotos de sus hijos hechas durante aquellas vacaciones. Pero, cuando accedieron a aquellas imágenes, padres y madres se llevaron una gran decepción. ‘¡Oh! ¡No se ven las caras!’, exclamaron aquella noche ante toda la familia reunida en torno al ordenador del hogar.
¿Qué habían visto? Pues una foto con un grupo de niños en un corro, muy a lo lejos. No se podía identificar quien era quien.
Algunos padres decepcionados pidieron explicaciones a los monitores. Les contestaron que aquellas fotos se habían elegido adrede. Dieron esta razón: la ley de Protección del Menor nos impide difundir fotos en las que los niños puedan ser identificados puesto que eso atentaría contra su derecho a la intimidad y a la propia imagen.
Es una anécdota significativa que me ha explicado el lector Josep Elias, de Igualada, con quien intercambié opiniones esta semana sobre excesos en la interpretación de las leyes, además de alertarme él sobre distorsiones y errores concretos – de otra índole, por supuesto – que había observado en La Vanguardia de estos últimos días.
Las leyes deben interpretarse con sentido común, y la justicia debe aplicarse con equidad. La ética y la deontología profesional contribuyen a que el sentido común y la equidad, guiados por la conciencia, perfeccionen los preceptos rigurosos de la ley o las órdenes categóricas del derecho positivo.
La catedrática Victoria Camps lo resume así en el prólogo al libro del profesor Hugo Aznar titulado Ética y periodismo (Paidós, Barcelona, 1999, pág. 16): ‘El papel que le es dado ejercer a la ética en las sociedades liberales o en los Estados de derecho no es el de sustituir a la ley, sino más bien el de ayudar a su justo cumplimiento y aplicación’.
Protección de los menores Una consulta que el pasado miércoles me formuló por escrito la lectora Montse Salvadó alude de paso a situaciones específicas de protección periodística de menores: ‘Quería saber hasta qué punto es lícito que en casos de posibles inculpados de asesinatos, pederastias, robos, es decir, casos judiciales, se ponga el nombre completo de los presuntos acusados. ¿De qué depende que en algunos casos se pongan las iniciales (en los menores, siempre, claro está) o el nombre completo?’.
En general, y tal como expliqué en una crónica reciente (la del 30 de enero del 2005), el uso de iniciales contribuye a asegurar la aplicación periodística del principio de presunción de inocencia, aunque no es el único recurso de redacción que garantiza este derecho. De poco sirve poner iniciales si el periodista no aclara de manera explícita que la persona es inocente hasta que una sentencia judicial no dictamine lo contrario.
Tal como señala la lectora, es obligado el uso de iniciales cuando se informa sobre menores afectados – ya sea autores o víctimas – por cualquier variante de daño o violencia.
El Libro de redacción de La Vanguardia, norma de más inmediata aplicación en este diario, lo regula así de forma expresa.
De nada vale en estos casos que los padres de un menor pidan, autoricen o consientan que se le identifique. En mi crónica del pasado 17 de abril ya sostuve que en materia de protección de la imagen y de la identidad del menor los periodistas tienen más derecho que los padres. Aunque desagrade a los padres, también tienen este derecho los monitores de colonias, como hemos visto en el caso expuesto por el lector Josep Elias, que he citado al principio de la crónica de hoy.
En definitiva, quienes publicamos tenemos el deber de proteger los derechos personales de los menores incluso en contra de los intereses o de los deseos de los padres.
Velar en la prensa por el interés de un menor es un deber ético coherente con la ley orgánica 1/1996 de Protección Jurídica del Menor cuando prohíbe la utilización de la imagen o el nombre de un menor ‘que sea contraria a sus intereses, incluso si consta el consentimiento del menor o de sus representantes legales’ (última frase del art. 4.3).
Rectificación y amonestación Por esta razón no aludo en esta crónica a un caso reciente. Debe actuarse acuradamente en las informaciones que afecten a menores y en las rectificaciones solicitadas o en los dictámenes del defensor puesto que son un remedio legítimo pero con efectos secundarios (descritos por la teoría del periodismo) que no siempre benefician los intereses del menor afectado.
Volver a citar un caso contribuye a que se amplíe su difusión y conocimiento, y que en algunos nuevos lectores del caso el beneficio de la duda no se incline a favor del menor.
Como defensor del lector de La Vanguardia debo recordar una vez más que los casos relacionados con menores deben tratarse en la prensa con un cuidado extremo.
No toda la culpa es de los mensajeros. Los hechos también son reprobables. Es obvio.
Me refiero a que también es un deber básico proteger a todo menor ante la violencia física o moral, y ante insultos y amenazas.
Los responsables de un menor deben velar además por su formación cívica integral.
Pueden alegarme en el diario que estos son deberes que, de entrada, sólo afectan a los periodistas en su condición eventual y privada de padres, madres, o representantes legales de menores. Pero entiendo que en el ejercicio de una ética de la concienciación, a la que aludí en la crónica del pasado domingo, los periodistas también están obligados a promover valores humanos solidarios. Deberían ejercer una cierta pedagogía social.
Sobre el derecho de rectificación existen otras dudas. Algunos lo confunden con el derecho de réplica. Son figuras distintas. El catedrático Marc Carrillo lo explicó el pasado 17 de febrero en el Col·legi de Periodistes: la rectificación sólo afecta a hechos; la réplica, a opiniones y valoraciones. Una sentencia judicial en el caso MSD contra Butlletí Groc (enero 2004) reafirma que las opiniones no tienen cabida en el derecho de rectificación.
La ley española, a diferencia de Francia y otros países, no regula el derecho de réplica.
El lector Romà Massot me instó el martes a mediar en Cartas de los lectores. No debo hacerlo. La selección y los textos de las cartas se amparan en la libertad de opinión.’