‘Día sí, día no, correspondo a cartas y atiendo llamadas telefónicas de lectores que me instan a intervenir contra las opiniones de periodistas y colaboradores. No debo ni puedo hacerlo.
Las opiniones son libres por naturaleza, y porque así lo disponen las normas y leyes democráticas. En el caso español, la Constitución vigente reconoce y protege el derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción (artículo 20.1, apartado a).
La opinión, tal como la definen nuestros diccionarios, es el dictamen, juicio o parecer que se forma de una cosa cuestionable.
Cierto que existen en España límites legales al ejercicio de este derecho, como son los que nos protegen ante injurias y calumnias (cuya reparación ampara el Código Penal), y ante intromisiones ilegítimas contra el honor, intimidad e imagen de las personas (cuya tutela civil regula la ley 1/1982, de 5 de mayo), y más particularmente cuando estos derechos amparan a menores de edad (ley 1/1996, de 15 de enero, artículo 4).
Pero en estos supuestos corresponde actuar a los tribunales de justicia. Los defensores del lector, encargados de una función de servicio al público que sólo puede aplicar procedimientos de mediación y exhortación deontológicas en periodismo, no debemos arrogarnos competencias jurídicas.
Si interviniera contra opiniones inocuas -las que no son susceptibles de lesionar derechos amparados por las citadas leyes- cometería censura. Pero cometería intrusismo profesional si juzgara opiniones que puedan haber incurrido en las responsabilidades penales o civiles previstas en las leyes.
Si alguien está convencido de que se ha cometido un delito de opinión o una intromisión ilegítima (injuria, calumnia, agresión contra el honor, la intimidad y la imagen de las personas), procede denunciar el caso en los juzgados que la administración de justicia pone a nuestra disposición.
A pesar de que estos principios son de general conocimiento y observancia (la ignorancia de las leyes no excusa de su cumplimiento, nos recordaban casi todos los profesores en la facultad de Derecho), algunos lectores nos incitan (a sus defensores) para que actuemos contra la opinión de un articulista o incluso contra la carta de otro lector publicada en la sección diaria correspondiente. Esas presiones que nos instan a terciar en casos de opinión las soportamos todas las personas que ejercemos la defensa de los lectores en los pocos diarios de España que ofrecen este servicio.
Lo constaté al coincidir con la Defensora del Lector de El País, Malén Aznarez, y con la Amiga del Lector de La Voz de Galicia, Arantza Aróstegui, el sábado 20 de noviembre en Villalba (Lugo), con motivo de las XV Jornadas de Comunicación de la Xunta de Galicia. En este encuentro sólo faltaba Santi Massaguer, Defensor del Lector de El Punt, aunque en una de sus crónicas recientes, la del pasado 7 de noviembre, también se refería a este fenómeno en los siguientes términos: ‘La libre expresión sólo se invalida cuando el opinador rompe las reglas del juego. Es decir, cuando insulta gratuitamente o atenta contra los derechos humanos’.
Para impedir que se infrinjan leyes o que se atente contra unos derechos, los directores tienen derecho de veto, potestad que nada tiene que ver con la censura, aunque algunas personas confunden ambos conceptos.
El jurista Teodoro González Ballesteros, catedrático de Derecho de la Información, con quien hablé en el transcurso de una sesión organizada por la Universidad de Vigo, sintetiza así la razón del derecho de veto en la prensa: ‘El director de diario tiene la libertad y el derecho de decidir previamente sobre lo que va a publicarse puesto que él es responsable último de todo lo difundido’. Pocos articulistas de entre los más contundentes en sus escritos se libran de las demandas que formulan algunos lectores para que el defensor actúe contra los autores que no les agradan.
Suelo argumentarles los motivos de mi abstención en materias opinables. Pero algún lector me pide legítimamente que incluya algún día en esta crónica su posición contra esta norma de conducta de los defensores. El lector Xavier Virgili, de Barcelona, al justificar su petición de amparo al defensor ante un artículo publicado en La Vanguardia, sostiene lo siguiente: ‘Soy consciente de que las materias opinables en medios periodísticos escritos se encuentran en el umbral de la pertinencia a la disciplina periodística. Pero por este mismo motivo su publicación creo que debería estar sometida a un análisis y filtraje mucho más acurado y exhaustivo por parte del propio medio de comunicación. La libertad de expresión que tantos esfuerzos colectivos ha costado conseguir en este país no puede servir para amparar a determinadas personas que se creen con derecho a insultar, vejar y promover actitudes agresivas contra los derechos de aquellas personas y fenómenos sociales que podríamos calificar de vulnerables. Y tampoco podemos olvidar que esta opinión se ha insertado en un medio de gran divulgación y repercusión en todo el Estado español’.
La queja de este lector era por un artículo contra el matrimonio homosexual, texto que él consideraba ‘racista y homófobo’.
Prueba de que no toca a los defensores del público terciar en las discrepancias de opinión y de interpretación es que el mismo día en que me ocupé de la carta del lector Xavier Virgili recibí otra firmada por la lectora Mercedes Fuster, de Sant Cugat del Vallès, que felicitaba al diario y al colaborador por la publicación de aquel mismo texto.
En otros países los defensores del lector se enfrentan a las mismas dudas de los lectores sobre lo que es opinión (libre por definición) e información (sometida a las reglas de la veracidad, la neutralidad y el rigor).
Mi colega en el diario parisino Le Monde, el médiateur Robert Solé, se hacía la siguiente pregunta retórica en la edición del 21-22 de noviembre de este año: ‘¿Una de las funciones de las páginas de opinión (Débats) no es por cierto agitar, sacudir las certidumbres y hacer ver las cosas de otra manera?’.
Así es. Pero no olvidemos que la prensa tiene un compromiso con valores de libertad, justicia y verdad que la justifican como motor ético de la solidaridad y el progreso.’