Friday, 22 de November de 2024 ISSN 1519-7670 - Ano 24 - nº 1315

Milagros Perez Oliva

‘La visibilidad pública es la primera condición de existencia en la llamada sociedad mediática. Por esa razón, controlar la imagen que se proyecta en los medios de comunicación se ha convertido en una preocupación prioritaria de cualquier institución, personalidad o colectivo. Nombrar significa definir, ubicar, catalogar. Un periódico no sólo es una propuesta de jerarquía de la realidad, sino un modo de definirla, y lo hace con el lenguaje como principal herramienta. Pero el lenguaje no es neutro ni permanece estático. Refleja una manera de pensar y evoluciona con el tiempo, como el propio pensamiento.

El deseo de controlar la visibilidad mediática es la razón por la que los periódicos son objeto de una creciente presión sobre la forma en que utilizan el lenguaje. Esa presión procede de dos frentes: el de quienes se defienden del uso del lenguaje periodístico como fuente de estereotipos negativos que tienen efectos discriminatorios sobre determinados colectivos, y el de quienes, de forma activa, pretenden modular la expresión periodística con normas de corrección política destinadas a imponer cierta visión de la realidad acorde con sus intereses particulares. De ambas se nutre abundantemente el correo de la Defensora.

Abordaré hoy el primero de estos frentes, el de las ofensas. El goteo de quejas por el uso de determinadas expresiones que se consideran lesivas es permanente. Las últimas que he recibido se refieren al artículo La culpa del otro, en el que el profesor Rafael Argulloll aludía el pasado 31 de mayo a ‘las circunstancias que rodean a la juventud como causantes del preocupante barbarismo que se detecta en forma de ignorancia, apatía, autismo o violencia’. La frase molestó a algunos lectores, padres de niños autistas. Eva Reduello nos reprocha ‘el uso del término autista como sinónimo de barbarismo’. ‘Yo, hasta que tuve una hija con autismo, tenía el mismo concepto: personas que se aíslan del mundo, lo rechazan y muestran apatía e incluso agresividad contra él’, pero ésa es una visión ‘trasnochada y falsa’. ‘Mi hija es cariñosa, dulce y alegre, y es muy feliz’, dice. Ester Cuadrado exige ‘respeto y ética’ porque ‘el uso que perpetran de la palabra autismo incide de manera directa en la consideración social de niños como mi hijo’, argumento que comparten otros padres como Eva Campano, David Vaguco o Mariano Alvira.

‘No es sólo una cuestión de lenguaje’, insiste Eva Reduello. ‘Es algo más. Estamos intentando cambiar el concepto que la sociedad tiene de este síndrome, y para ello necesitamos hacernos visibles, mostrarnos tal como somos’. Ésa es la clave, el núcleo de las quejas que llegan por este tipo de problemas desde diferentes colectivos.Rafael Argulloll acepta las críticas: ‘Utilizo el término autista como metáfora, como figura retórica. Pero agradezco las matizaciones porque un escritor ha de ser responsable de la evolución de las palabras. Como autor, puedo ejercer una violencia que estoy dispuesto a retirar porque me cuesta menos retirar una metáfora que herir, aunque sea a una minoría, con esa metáfora’.

Un periódico tiene que ser sensible a la evolución social del lenguaje y evitar el uso estigmatizador de palabras como autismo, esquizofrenia, borderline o psicótico, que pueden causar daño. La palabra ‘anoréxica’, por ejemplo, está siendo ya utilizada de forma despectiva, como insulto, en ciertos medios juveniles. El uso responsable de las palabras es una exigencia del buen periodismo. Pero ¿significa eso que no pueden utilizarse nunca esas palabras como metáfora de una situación? No. Porque una cosa es no ofender o estigmatizar, y otra aceptar limitaciones que empobrezcan el lenguaje. Argulloll comparte este criterio: ‘Llevado eso a las últimas consecuencias, acabaríamos con el lenguaje simbólico literario. La salud es una de las principales fuentes de metáforas porque enfermedad procede de ‘infirmitas’, que significa ‘no estar en tierra firme’, y esa situación de fragilidad ha nutrido siempre de metáforas el lenguaje’.

Preguntado sobre esta cuestión, Vicente Jiménez, director adjunto, opina: ‘Determinadas expresiones pueden molestar al lector y conviene evitar su empleo. Sin embargo, un periódico no puede vivir al margen de los usos cambiantes del lenguaje ni renunciar a recursos estilísticos o de titulación que ayudan a la comprensión e interés de los textos. El periódico debe ser sensible a las quejas de los lectores, sobre todo en lo relativo a enfermedades, trastornos o minusvalías en textos que nada tienen que ver con ellas. Pero un exceso de corrección lingüística limaría la riqueza estilística’.

Encontrar un equilibrio no es fácil, pues las exigencias son cada vez mayores. Primero se rechazó, con razón, el término ‘loco’ porque era peyorativo, y se sustituyó por el de ‘enfermo mental’. Es sin duda más apropiado. Pero desde ciertas asociaciones de pacientes se nos exige ahora que no hablemos de enfermos mentales o de discapacitados, sino de ‘personas con enfermedad mental’ o ‘personas con discapacidad’, pues la condición de esquizofrénico, como la de diabético, no es lo único que define a esa persona. De acuerdo. Pero estos colectivos han de comprender que tampoco podemos retorcer el lenguaje hasta encorsetarlo en una capa de escayola.

El problema a veces no radica en el uso de las metáforas, sino en la capacidad que tiene el periodismo de crear estereotipos. El arquitecto Héctor Sequero Marcos se ha dirigido a la Defensora preocupado por el uso que el periódico está haciendo del término ‘ladrillo’ para referirse al sector de la construcción. Le parece una simplificación que distorsiona la realidad. ‘Es cierto que la burbuja inmobiliaria ha producido daños, pero no toda la construcción es especulativa. Están ustedes alimentando el uso de un término despectivo y con ello extienden a todo el sector lo que ha sido un mal comportamiento de una parte’.

Vicente Jiménez no acepta esta crítica. ‘En periodismo, como en cualquier otra expresión literaria, la sinécdoque (designar un todo con el nombre de una de sus partes) es lícita. Entiendo que para muchos profesionales del sector de la construcción, la palabra ladrillo pueda tener un matiz despectivo y a menudo asociado con un ámbito demasiado plagado de prácticas delictivas. Sin embargo, creo que en este caso la culpa no la tiene el lenguaje escrito ni su uso por los periodistas, sino la abundancia de canallas que han visto en el ladrillo, la oportunidad de llenarse el bolsillo a costa de la ley’.

La Defensora cree que estamos abusando de la palabra ‘ladrillo’ para referirnos al sector de la construcción y que ello no enriquece ni el lenguaje ni al periódico, sino que los empobrece porque simplifica en exceso. Y el uso peyorativo tiene además consecuencias sobre la percepción social del sector. Tal es así, que el arquitecto Luis Fernández-Galiano, colaborador habitual de EL PAÍS, tuvo que salir el pasado día 18 en defensa del sector con un artículo (que recomiendo) titulado precisamente Elogio del ladrillo. Hago mía una frase con la que el propio Fernández-Galiano inició otro artículo en este diario en julio de 2007, justo antes de que estallara la crisis de las hipotecas basura: ‘Construimos con ideas. El boom inmobiliario es una burbuja de cemento y codicia, pero la arquitectura se levanta sobre el pensamiento’.

La arquitectura del periodismo se levanta sobre el lenguaje y el lenguaje es pensamiento. Construimos con ideas. Y con la elección de las palabras, no sólo hablamos de la realidad, sino de nosotros mismos como periódico. Lo cual me lleva al segundo problema que planteaba en el inicio de este artículo: cómo gestionar la presión de discursos fuertemente ideologizados que pretenden imponer una determinada percepción de la realidad a base de corrección política o de vaciar de contenido determinadas palabras como sostenibilidad, patriotismo o solidaridad. Pero eso será objeto de un nuevo artículo.’