‘La noticia de la agresión sufrida por el primer ministro italiano Silvio Berlusconi, con la foto de su cara ensangrentada, fue de las más leídas ese día en ELPAÍS.com (147.595 visitas) y también de las que más participación suscitó entre los lectores (258 comentarios). Jirka A. Bacik intentó introducir dos comentarios críticos sobre la forma de tratar el supuesto trastorno mental del agresor, pero no lo consiguió pese a que sus escritos eran, asegura, `pertinentes y civilizados`. Su enfado aumentó al comprobar que aparecían, en cambio, otros despectivos hacia el agresor o complacientes con la violencia. `La pena es que este individuo aún siga vivo`, se decía del primer ministro italiano.
No cabe duda de que la posibilidad de comentar las noticias es un mecanismo de participación muy positivo. Favorece la conversación entre los lectores y entre éstos y el propio diario. Pero también puede ser, y de hecho es, una fuente de malestar y de quejas, a veces de signo contradictorio. Mientras unos acusan al diario de ejercer una censura ideológica, otros estiman que es demasiado laxo a la hora de moderar la conversación. Algunos, en fin, escriben a la Defensora para quejarse de que no se han publicado comentarios en los que criticaban el trabajo periodístico. José A. Rodríguez, por ejemplo, asegura que quiso comentar una noticia sobre la conferencia que dio el presidente José Luis Rodríguez Zapatero el 22 de noviembre y no lo logró. Criticaba, creo que con razón, la mezcla de información y opinión que observaba en el titular La recuperación ya está en marcha, pero ¿cuándo creará empleo?, pues si bien la frase inicial era textual, se añadía una coletilla valorativa que le parecía muy cuestionable. `Lamentablemente, y van ya muchas veces, el comentario no se incluyó`, pero sí otros `denigratorios hacia el Gobierno e incluso soeces y chabacanos`.
Álvaro Morales quiso comentar la noticia La culpa del paro es de los trabajadores, publicada el 24 de noviembre. Pese a sus reiterados intentos, su texto no apareció. Pide que `las normas de moderación sean más claras`. También Estela García Prieto, estudiante de 24 años que reside en Berlín, escribe para quejarse de que ha intentado participar varias veces y nunca lo ha conseguido, pese a su esfuerzo por `escribir de manera correcta y sin ofender a nadie`. ¿Es que hay criterios ocultos?, pregunta. Jaime Sastre, Fernando Herranz y Víctor Olmos quieren conocer, simplemente, los criterios que se aplican.
Los correos recibidos plantean, en síntesis, dos grandes cuestiones: ¿Existe censura o criterios ocultos en la selección de los comentarios? Y, ¿son los lectores de EL PAÍS tan de derechas y extremistas como indica el tono de muchos de los comentarios que se publican? Para comenzar, debo aclarar que la participación de los lectores está sometida a un sistema de moderación previa que el diario tiene encomendado a una empresa externa. No son, pues, los periodistas de EL PAÍS quienes aplican los filtros. Las deficiencias que se venían observando, a las que me referí en un artículo del 20 de abril de 2009, motivaron la rescisión del contrato con la empresa que realizaba este servicio. Desde septiembre se ocupa de esta tarea la empresa Interactora, con el compromiso de moderar un volumen de 10.000 comentarios diarios. Ése es, por ahora, el límite de la capacidad de participación. Por eso no se abren a comentarios todas las noticias, y algunas que se abren deben cerrarse cuando alcanzan cierto volumen.
En todo caso, la moderación se ejerce según unos criterios estipulados por ELPAÍS.com (pueden ustedes consultarlos en la edición digital, junto a este artículo). Esos criterios no incluyen, obviamente, ninguna censura de tipo ideológico. ¿Cómo se explica pues que algunos comentarios en teoría publicables no hayan aparecido? En algunos casos puede deberse a fallos técnicos o a la saturación del sistema de participación. En otros, a una deficiencia en la aplicación de los criterios de selección, sujetos siempre a la subjetividad de quien ejerce la tarea.
Buena parte de las quejas recibidas se refieren al contenido de los comentarios que se publican. Muchos lectores se sorprenden del tono desabrido y agresivo que se observa en algunas de las conversaciones. He de confesarles que yo también. `¿Mira usted los comentarios de los lectores a algunas noticias?`, me interpela Sebastián Losada. `Están entre la ignorancia más absoluta y la ultraderecha`, afirma, especialmente en las noticias sobre América Latina o Cataluña. `Muchos de ellos se aproximan peligrosamente al ciberfascismo`, insiste en una segunda carta. José Manuel Real Espinosa se declara escandalizado por la inclusión de comentarios que cuestionan la existencia del Holocausto nazi, mientras que Sergi Vila lamenta que se abriera a la participación una noticia sobre Carod Rovira sin `haber previsto el alud de comentarios jocosos, insultos y muestras de desprecio` que se iban a producir.
La guía de criterios establece que deben evitarse los comentarios insultantes, soeces o de mal gusto. A pesar de ello, siguen apareciendo. Alguien que firmaba como Paco, por ejemplo, publicó el día 8 de diciembre este comentario a un artículo de Enrique Lynch, a propósito de las mujeres que mueren por violencia de género: `Qué más da 60 o 70 tías más al año. Eso es peccata minuta. Todos los años mueren cientos, miles de hombres en accidentes, guerras y demás hostias [sic] y no pasa nada, somos muchos y sobran zorras`. ¿Es éste el tipo de conversación que ha de fomentar EL PAÍS? Creo que no. Creo que es un grave error incluirlos.
Sería temerario, además de muy poco riguroso, inferir que los comentarios que aparecen junto a las noticias o artículos de la edición digital constituyen una muestra representativa de lo que piensan los lectores de EL PAÍS. Hay que tener en cuenta que esta forma de participación atrae a un tipo de opositores ideológicos muy beligerantes, cuyo único propósito es provocar a los lectores afines a la línea editorial del diario. Es un fenómeno que se observa en todos los medios. Si el modelo de participación es muy abierto, resulta difícil evitar que agitadores e intoxicadores de todo tipo (los llamados trolls) se apoderen del espacio y acaben marcando el tono de la conversación. Su presencia ahuyenta a quienes están interesados en un diálogo más amable y constructivo, que permita el intercambio de ideas y un debate ideológico respetuoso.
Por otra parte, el anonimato con el que se protegen la mayoría de quienes intervienen facilita un clima de impunidad propicio a los excesos. El anonimato permite también multiplicar el eco de las voces más fanáticas. Una misma persona puede entrar con diferentes seudónimos y un pequeño grupo organizado puede inducir la falsa impresión de que una determinada posición es ampliamente compartida.
¿Cómo podría conseguirse una conversación más amable y constructiva? El problema radica en que apertura y rigor parecen comportarse como términos antagónicos. Hasta ahora se ha primado la participación más que el rigor. Aplicar criterios más estrictos en la selección de los comentarios reduciría en un primer momento el volumen de participantes. Pero a la larga conformaría una conversación mucho más rica, capaz de interesar a quienes ahora se sienten molestos por el tono del debate.
Otro instrumento de mejora sería restringir el anonimato. Exigir la identificación real a todos los comentaristas probablemente reduciría mucho la participación, pero existen fórmulas intermedias, como la obligación de registrarse con la identidad real para poder tener acceso a la conversación, aunque luego el comentario pudiera aparecer firmado con seudónimo. En todo caso, el tono de los comentarios afecta también a la imagen de EL PAÍS y la incomodidad que genera justifica, creo yo, que el sistema sea revisado.’