Saturday, 23 de November de 2024 ISSN 1519-7670 - Ano 24 - nº 1315

Sebastián Serrano

‘Judith Miller, una veterana periodista de The New Tork Times, ingresó en prisión el miércoles pasado por negarse ante el juez a revelar el nombre de la persona que le había confiado unas informaciones con la condición de que su nombre se mantuviera en secreto. Es un episodio heroico de un caso que se ha desarrollado en las alcantarillas del poder y que pone de relieve las miserias y la grandeza del periodismo.

Todo empezó el 14 de julio de 2003, cuando la ocupación de Irak se había consumado y el debate sobre las armas de destrucción masiva estaba en su momento culminante. El columnista conservador Robert Novack reveló en varios diarios, entre ellos The Washington Post, el nombre de una agente operativa de la CIA, Valerie Plame. Atribuía la información a dos altos funcionarios y precisaba que había sido ella quien había propuesto que su marido, el diplomático Joseph Wilson, fuera enviado a Níger para averiguar si era verdad que Irak había intentado comprar uranio en el país africano. Esa visita se había efectuado en febrero de 2002.

La revelación del nombre de la agente Plame, totalmente gratuita y con un interés informativo mínimo, fue interpretada por Wilson como una represalia del entorno presidencial contra él porque el 6 de julio había contado en The New York Times su misión en Níger y su conclusión de que el intento de comprar uranio no se había producido. Pese a que la CIA sabía eso, la supuesta relación de Sadam Husein con Níger fue utilizada por George W. Bush en su discurso de 28 de enero de 2003 ante las dos cámaras del Congreso como dato para avalar las sospechas de que Irak poseía armas de destrucción masiva.

‘Podemos concluir legítimamente que fuimos a la guerra basándonos en falsos pretextos’, decía Wilson en su artículo. Y 24 horas después de la publicación del escrito, la Casa Blanca admitió que el dato era falso.

A los tres días de que Novack revelara el nombre de la agente Plame, Matthew Cooper aludió al tema en un artículo que publicó en la revista Time. Cooper también estuvo a punto de ingresar en prisión el miércoles, pero en el último momento se libró al aceptar colaborar porque su fuente le liberó del compromiso de confidencialidad. El iniciador del embrollo, Novack, sigue libre y no se sabe si ha colaborado o no.

Judith Miller nunca llegó a publicar nada sobre el tema pero sí hizo averiguaciones, razón por la cual el fiscal pidió que testificara ante el Gran Jurado que investiga la filtración del nombre de la agente Plame para averiguar qué funcionarios han incurrido en el delito de revelación de secretos. Miller mantuvo hasta el final su compromiso de no revelar el nombre de su fuente y el miércoles fue conducida a la prisión esposada y con grilletes en los tobillos. Cuando en ese estado, hundida en el asiento trasero de un automóvil, pasó por delante del Capitolio, Miller asegura que se preguntó: ‘Dios mío, ¿cómo he podido llegar a esto?’.

No es una pregunta absurda. ¿Cómo se puede ir a la cárcel por proteger a unos funcionarios que han actuado de manera deleznable para vengarse de una persona que ha contribuido decisivamente a poner de manifiesto que aquello de las armas de destrucción masiva fue un gran montaje?

The New York Times, que en todo momento ha apoyado la decisión de su periodista, admitió el jueves en un editorial que éste es un asunto que ‘está lejos de ser un caso ideal’ y calificó sus detalles de ‘complicados y turbios’. Incluso recordó que cuando se conoció la filtración, el diario la había considerado ‘un notorio abuso de poder’ de la Casa Blanca y había instado a la Justicia a investigar. ‘Pero ya advertimos entonces’, prosigue, ‘que la investigación no debería degenerar en un intento de obligar a los periodistas a revelar sus fuentes’.

¿Por qué es tan importante que los periodistas tengan derecho al secreto profesional? Cuando hace tres semanas abordé el tema de las fuentes confidenciales, un lector me echó en cara que dedicara este espacio a problemas que preocupan a los periodistas en lugar de ocuparme de las quejas de los lectores. Aprovecho esta oportunidad para contestar.

Tanto en aquella ocasión como ahora, de lo que estoy escribiendo es del derecho ‘a comunicar o recibir libremente información veraz’, que establece el artículo 20 de la Constitución. Se trata de un derecho que es de los ciudadanos, en el que los periodistas desempeñan simplemente el papel de intermediarios. Para poder desarrollar su tarea, un instrumento importante para el periodista es el secreto profesional. Sin la garantía de que su nombre no va a aparecer, los funcionarios que revelan la transgresión de un superior o los empleados que informan de interioridades de sus empresas difícilmente hablarían y mucha información de interés dejaría de ser publicada.

El caso Plame ha reactivado la reclamación de los periodistas estadounidenses de que una ley proteja en el ámbito federal el secreto profesional, que ya está garantizado en 49 estados. El problema tampoco está resuelto en España. La Constitución establece que el secreto profesional debe ser regulado, pero sigue sin aprobarse la ley que lo haga. Más de un cuarto de siglo después de la aprobación de la ley de leyes el Congreso ha empezado a tratar el tema, dentro del Estatuto del Periodista Profesional.

El conflicto actual ha dado pie también a un debate sobre si el secreto se ha de mantener con todas las fuentes o sólo con algunas. Hay que tener en cuenta que desde el entorno presidencial hubo abundantes filtraciones que, una vez difundidas por los medios, contribuyeron a convencer a la opinión pública de que Irak tenía armas de destrucción masiva. Matthew Cooper, el profesional que ha evitado la cárcel en el último momento, abogaba hace unos meses por no distinguir entre fuentes con estas palabras: ‘La misma ley que pudiera obligar a un periodista a traicionar la confidencia de un filtrador malo podría ser utilizada para golpear a un reportero hasta que revelara el nombre de un filtrador bueno’. Creo que tiene razón.

Al coincidir el caso Plame con la revelación de que el célebre Garganta Profunda del Watergate fue Mark Felt, número dos del FBI en 1972, muchos han subrayado que sin secreto profesional una de las informaciones con más repercusión en la historia de EE UU no habría visto la luz. No se sabe si Felt actuó impulsado por el patriótico impulso de defender la democracia, por despecho al no ser ascendido o por ambas cosas. Pero eso quizá no importe mucho, porque sea cual sea la intención del filtrador la decisión de publicar es del periodista. Y si lo filtrado es una canallada lo que puede (y debe) es no publicarlo.’